Pero esta vez, ella lloró, en un arrebato que no había mostrado en los siete años que llevaba como ayudante en sus espectáculos.
Desde que se presentó en el circo con su pequeño conejo negro, él nunca la había visto perder los nervios, a pesar de que la espada con que atravesaba el baúl la había rozado más de una vez.
Ni siquiera el día que tardó casi dos minutos más de lo habitual en sacarla de la caja de doble fondo. Salió de allí como siempre con su sonrisa plácida y su mirada serena.
Esa capacidad para eludir mostrar sus emociones era lo que más le gustaba de ella. El contraste perfecto con un público gritón y pueril, esa gente que se tapaba los ojos y se retorcía en su asiento por la impresión.
Ella era su pareja ideal, ajena a los sentimientos. Como él. Por eso, no fue capaz de entender esas lágrimas al descubrir que el animal que extraía de su sombrero no respiraba. Se sintió profundamente decepcionado. Aunque ni el público ni ella se lo notaron en absoluto.