No sé cómo titular esta entrada así: ETA. En mis apuntaciones para el blog hay varias que esperan, todavía en fárfara, para abrir este mes de mayo; y me alegro de que la noticia de hoy haya sido, desde la hora de la comida, la disolución de la banda asesina ETA, y que se anteponga a todo. Me he acordado de las veces que aquí he escrito sobre ello, y de cómo me alegré de aquel «alto el fuego permanente» de marzo de 2006 y cómo todo se deshizo con sangre y dolor por la bomba en Barajas a finales de diciembre de ese año. Luego vino el «alto el fuego permanente y verificable» y meses más tarde el abandono de las armas, en octubre de 2011. Hoy escribía en la mesa de mi cocina, como siempre escuchando la radio, y pensaba en esta jornada histórica, aunque solo fuese por el cambio de la programación de todos los días, por no haber escuchado el telegrama de Miguel Ángel Aguilar, ni la intervención de Juan Cruz, ni las conexiones locales en «Hora 14», que se ha comido —afortunadamente— la estentórea información deportiva. Para celebrar. Sin más ambages sobre víctimas de una u otra categoría. Qué terrible inutilidad todo, qué disparatada estupidez, qué estremecimiento pensar en todos los muertos, aunque los haya más notorios o más espantosos, desde el extremeño Wenceslao Maya (1987), el padre de una alumna mía, Francisco Tomás y Valiente (1996) o Miguel Ángel Blanco (1997), hasta Ernest Lluch (2000). Qué tremendo todo. Me da igual que ETA haya desaparecido para seguir defendiendo el acercamiento de los presos al País Vasco. Lo único que espero es no confundirme, como en aquel brindis de 2006.