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Sabe el roedor que es difícil escarmentar, incluso en cabeza propia, y que volverá a ser débil. Volverá a pensar que es posible atrapar al dinosaurio si se reúnen todos los roedores. Seguro que volverá a pensarlo. Será tan débil como lo fue ayer. No escarmienta: sólo podemos huir de las pisadas de los terribles dinosaurios. Porque la condición de roedor no da para más. ¿Sabrá el roedor que todas sus reflexiones son un débil humo que se pierde entre los bosques? ¿Sabrá el roedor que los dinosaurios desconocen su insignificante existencia de roedor, de maldito roedor? ¿Sabrá que hasta las mejores intenciones y las mejores ideas serán aniquiladas por la indiferencia del gran dinosaurio? ¿Por qué recorre, entonces, esos senderos circulares? Nadie lo sabe. ¿Pensarán los dinosaurios que son senderos utópicos y optimistas? ¿Lo pensarán los demás roedores? ¿Es que tiene este roedor alguna esperanza de atrapar al dinosaurio y roerlo? Nada de eso. No escarmienta el roedor porque sus senderos sólo son otra forma de huida, como la de cualquier roedor. Al roedor sólo le resta escapar, no parar de roer a toda velocidad. Si se detiene, será aplastado por el gran dinosaurio que todo lo absorbe. Jamás escarmentará porque no hay otra posibilidad. Pero sabe el filósofo que cuando el roedor levanta su nariz y olisquea el ambiente, en ese instante, el roedor diluye el maldito tedio, el maldito aburrimiento con el que nos rocían todas las mañanas los peores dinosaurios, los que habitan en nuestras mentes...