© Difusión Escrito por P.F.M
Hace unos días conversaba con unos amigos sobre las viejas épocas del grunge, ese momento en el que la música no era solo sonido sino postura vital. Había una autenticidad que no se fingía: la forma de tocar, la ropa, el escenario, todo respondía a una coherencia interior. Nadie pensaba en viralidad. Un músico no cambiaba de género, estética y discurso cada seis meses como quien cambia la etiqueta de un frasco de mermelada.
Hoy parece que sí: primero un género, una estética, un mensaje; seis meses después, todo distinto. Como si fuese posible serlo todo al mismo tiempo —y ya sabemos que cuando se intenta ser todo, en realidad no se es nada.
En medio de esta reflexión recordé un viejo hechizo de Oswaldo Reynoso: “No puede haber ética sin estética, no puede haber estética sin ética.”
La frase condensa una verdad incómoda: la forma en que actuamos (ética) está unida a la forma en que percibimos y creamos belleza (estética). Un arte sin ética puede ser impecable en técnica, pero vacío o manipulador. Y una ética sin sensibilidad estética se vuelve seca, rígida, incapaz de conmover o transformar. En resumen: la belleza sin verdad es impostura; la moral sin sensibilidad es crueldad.
Cuando los conceptos se convierten en productos
Aquí aparece el verdadero problema: cuando los conceptos se vacían de sentido y se venden como mercancía, algo profundo se rompe. Lo que antes nos ayudaba a comprender el mundo ahora sirve para empaquetarlo. Conservamos las palabras, pero perdemos su alma. Es una mutación silenciosa: el pensamiento deja de ser acto de conciencia y se vuelve objeto de consumo.
Baudrillard lo explicó con precisión quirúrgica: cuando los signos se desprenden de la realidad y circulan sin referente, ya no representan nada. Entramos en el reino del simulacro. Así, “libertad” deja de ser experiencia histórica o lucha política: se vuelve slogan, marca, hashtag. Una imagen vacía lista para cualquier uso.
Y cuando el lenguaje se vuelve mercancía, pensar se vuelve incómodo. Las palabras ya no nombran: distraen. Todo se convierte en superficie. La ética se disuelve en estética publicitaria; la estética se vuelve estrategia de consumo. El resultado: una sociedad saturada de signos y famélica de significado.
El contrato social también se resquebraja
El lenguaje es nuestro acuerdo mínimo. Si dejamos de compartir significados para palabras como justicia, dignidad, libertad o verdad, el contrato social se fisura. Cada grupo construye su propio sistema simbólico, su propio diccionario ideológico. Sin un lenguaje común, el diálogo se vuelve imposible. Lo que queda es fragmentación: tribus que ya no discuten, solo chocan.
Y mientras tanto, algunas palabras —“empatía”, “solidaridad”, “compromiso”— quedan reducidas a cosmética moral: campañas, hashtags, branding. En ese vacío florece el cinismo. Importa más dominar el relato que tener razón.
Cuando todo se vuelve mercancía, el ciudadano se degrada en cliente. El pacto colectivo se reemplaza por la transacción. El Estado se convierte en proveedor. Lo común desaparece. Y el espacio público se evapora.
Es un escenario perfecto para cualquier sistema que prefiera consumidores antes que ciudadanos: audiencia antes que comunidad, reacción antes que pensamiento.
El arte como último refugio del sentido
No hace falta censura para que el pensamiento se debilite; basta con que todo signifique lo mismo: nada. Cuando el lenguaje se convierte en espectáculo, la realidad deja de ser compartida. Sin realidad compartida, no hay ética, política ni arte posible.
Por eso recuperar el sentido no es nostalgia: es resistencia. Defender las palabras es defender la posibilidad misma de pensar. La única fuerza capaz de frenar este vaciamiento es un acto que es a la vez ético y estético: usar el lenguaje no para producir, sino para sentir, preguntar y revelar. Cada poema, cada imagen que busca verdad en lugar de aprobación, cada silencio consciente abre una grieta en el sistema del vacío.
El arte sigue siendo vital porque es el último lugar donde el significado se resiste a morir.
Entonces, ¿qué queda?
No estamos ante el fin del lenguaje, sino ante una disputa lenta por su alma. Y esa disputa no se libra en las instituciones ni en la tecnología: se libra dentro de cada conciencia, en cada gesto creativo, en cada acto de coherencia.
Cuando los conceptos se vacían, el arte pierde su filo crítico y el contrato social su espejo simbólico. Pero —y aquí está la esperanza— toda crisis estética contiene un germen de renovación.
Toda forma estética es una toma de posición ética, aunque no lo declare. La belleza nunca es neutral: es una forma de ordenar el mundo.
Recuperar la unión entre ética y estética no significa moralizar el arte, sino devolverle su coherencia: buscar verdad antes que aprobación.
Y en tiempos de simulacros, eso ya es una forma de valentía.
