Hay algo profundamente humano en esa mezcla de fascinación y miedo que sentimos ante la inteligencia artificial. Nos asombra lo que puede hacer, pero también nos inquieta hasta dónde puede llegar. Y es que, ese futuro que creíamos lejano, que pertenecía al género de la ciencia ficción, ya es una realidad absoluta.
La IA nos dice qué información nos llega a las redes sociales, qué películas vamos a ver, la música que más nos interesa, qué y cómo compramos, e incluso quién va a conseguir un empleo o a quién se le va a conceder un préstamo. Y lo hace sin cuestionárselo, sin emociones, con una lógica que, en ocasiones, se escapa incluso a sus propios creadores. Cabe preguntarse, por tanto, dónde empieza la ayuda de las máquinas y termina la intervención humana.
La IA obedece y cumple fielmente las peticiones que les hacen sus usuarios, pero también aprende, y lo hace rápidamente. Analiza, compara, corrige y se perfecciona constantemente, siempre a partir de datos, los que le aporta la ciudadanía, todos y cada uno de nosotros. Cada clic, cada búsqueda, cada fotografía que se sube a internet alimenta un sistema que ya no necesita supervisión constante. El desarrollo de sistemas basados en el machine learning plantea dilemas que van más allá de la técnica como, por ejemplo, ¿quién responde cuando un algoritmo discrimina? ¿quién asume la culpa si una decisión automatizada arruina una vida? Un vacío legal y ético que pone en jaque a todo el sistema.
Cuando la automatización toca lo humano
La promesa de la IA es seductora, ya que implica más eficiencia, menos errores y un ahorro considerable de tiempo. Sin embargo, en los trabajos cotidianos, los empleados tienen la sensación de que las máquinas avanzan más rápido que ellos. Tareas que antes exigían criterio y experiencia se reducen a procesos automáticos que ponen en peligro sus propios puestos de trabajo.
Del mismo modo, en las aulas, los profesores conviven con herramientas que corrigen redacciones o predicen el rendimiento académico. Aunque siendo útiles, reduce la educación a simples cómputos de aciertos y errores. La educación es escuchar, acompañar, intuir lo que el alumno necesita. Una máquina puede enseñar contenidos, pero no puede inspirar vocaciones.
Y luego está la vigilancia. Cámaras inteligentes, rastreadores, sistemas que identifican rostros en segundos. Todo bajo la excusa de la seguridad. La pregunta sigue sin respuesta ¿qué ocurre con esa información recogida? ¿quién la guarda, quién y cómo la usa, quién y a quién la vende? En nombre de la protección, se entrega una parte de la intimidad, sin darnos cuenta y sin un permiso explícitamente concedido.
Un futuro que todavía podemos decidir
Hablar de ética no significa ni debe implicar poner freno a la innovación. Significa recordar que detrás de cada algoritmo hay una persona afectada que hay que proteger, que la tecnología debe estar al servicio del ser humano y no al revés, como ocurre en demasiadas ocasiones. La IA y el machine learning pueden mejorar hospitales, prevenir catástrofes, crear oportunidades, pero sin límites claros, corre el riesgo de volverse una fuerza ciega, poderosa y desarraigada.
Los expertos lo repiten: la ética no es un accesorio, es el núcleo. Los algoritmos deben ser explicables, auditables, comprensibles. No basta con que funcionen; deben hacerlo de forma justa.
La cuestión última no es si la IA será capaz de pensar como nosotros, sino si nosotros seguiremos pensando con conciencia en un mundo gobernado por ella.
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