Llamamos éticas del camino a aquellas que ponen un cauce a la vida. Trabajan sobre ésta como el escultor hacer con su bloque de mármol o el escritor con la hoja virgen. Su pretensión consiste en ir definiéndola, asignándole unos rieles por donde debe circular, y entonces terminarla en una vida buena, por virtuosa, sabia, placentera, correcta... Los filósofos clásicos, pero también los modernos Rousseau y Kant, procuraban esculpir la vida para hacer de ella algo digno, bueno, merecedor de ser vivido. De ahí que este tipo de éticas suelan ir acompañadas de unas reglas, de un procedimiento que, como la regla y el pincel para el artista, sirven de medio conductor a aquellos que consienten en recorrer el camino ya fabricado. Como el artista espera del otro que aprehenda lo tallado, el filósofo confía a los demás su camino.
En cambio, llamamos éticas de la barrera a aquellas que, ante un exceso de caudal o de actividad, se afanan en situar diques alrededor. Trabajan más allá de los lindes del camino, fuera de ellos, porque todavía no lo hay. No les interesa la escultura, sino contener el mármol bruto. Es, digámoslo así, una tarea previa, necesaria, a cualquier intento de modelado. Más presentes en los libros sagrados que en los manuales sobre cómo ser felices, no reflexionan sobre la acción o los modos posibles de vivir, sino sobre la inacción o los modos del no vivir; no buscan tanto guiar y dictar como prohibir y delimitar.