« Su padre había comenzado a considerarse lo que él llamaba, con toda seriedad, un optimista; tal vez había recuperado esa palabra de los días de su niñez. Adoraba a su esposa. Cualquier cosa que hacía Becky, inevitablemente lo hacía bien y todo lo que decía estaba bien dicho. ¡Pero no todo era perfecto! El problema de su madre era aquella profunda desesperación que la embargaba. Y nadie tenía más capacidad para excitar aquella desesperación que la única persona a la que llamaba desesperadamente, aquel hombre que se negaba a aceptar que ella estuviera desesperada. Era una decepción sobre otra.»
Comienza La hija del optimista con el regreso precipitado de Laurel a Nueva Orleans desde Chicago donde trabaja. Su padre, el juez McKelva está ingresado en el hospital; padece un problema oftalmológico de muy mal pronóstico. Se pone en manos de su amigo Nate Courtland, oftalmólogo que ya atendió a Becky, su primera mujer, de un problema similar. Pese a las reticencias que Courtland tiene sobre ser él quien intervenga a McKelva de su gravísimo desprendimiento de retina, el juez tanto le insiste que Nate accede.Pese al natural optimismo que siempre ha acompañado al juez, la penosa etapa postoperatoria le hace entrar en un enmudecimiento atronador. Su segunda esposa, Fay Chisom, con quien ha contraído matrimonio hace apenas año y medio, no acepta esta situación y constantemente insta al anciano juez a levantarse y abandonar el hospital. Lógicamente esta opción está totalmente fuera de lugar, pues el juez está enfermo de muerte, algo que sucederá tras haber estado hospitalizado unos dos meses.
Lo anterior, más la preparación del viaje de Laurel y Fay con el féretro del juez a cuestas hasta Mount Salus para enterrarlo (¡qué cosa puede haber más faulkneriana que ésta!), ocupa el primero de los cuatro apartados en que Eudora Welty organiza el contenido de la narración. Por las manifestaciones extemporáneas totalmente fuera de lugar de Fay hacia los sanitarios, hacia su propio marido moribundo, hacia Laurel, la hija de éste, y hasta hacia Becky, la esposa fallecida ya hace diez años, conocemos a esta mujer en todos sus extremos y concluimos que con razón todos los habitantes de Mount Salus, amigos de la familia McKelva, mostraron enorme sorpresa y disgusto al conocer el precipitado enlace del juez.
En el segundo apartado asistimos al velatorio realizado en Mount Salus en la casa de los McKelva, Muchos personajes nuevos aparecen aquí para acompañar y dar su sentido pésame a Laurel: los Bullock, Adele Courtland (hermana del doctor que operó al juez), Missouri (la mujer de color que sirve en casa de los McKelva)... En el lado opuesto de Laurel está Fay, la inculta y poco empática viuda que también se verá acompañada, aunque a su pesar, por los miembros de su familia Chisom (su madre, sus hermanos y sus sobrinos). La enemistad entre ambas familias, singularizada en Laurel y Fay, aumenta muchos grados en esta parte al añadir Fay a sus malos modales y pocas luces la mentira, pues siempre había sostenido estar sola y sin familia en este mundo.
Los otros dos apartados de la novela muestran cómo Laurel en los tres días que permanece en la casa de su niñez recupera no pocos recuerdos de su anterior vida en familia: su madre Becky, su hermana Tish, la relación entre el juez y su primera mujer, las cartas de amor entre ambos, el matrimonio de la propia Laurel en plena guerra mundial y su tempranísima viudedad... Y así hasta un final, que no es oportuno descubrir aquí.
La historia en sí no está muy alejada de otras en que las segundas esposas, mucho más jóvenes que el viudo con el que se casan, se convierten en madrastras con frecuencia de menos edad que sus hijastras, lo que conlleva no pocos choques en la relación entre unas y otras. Si a esto, como sucede en este caso, unimos el fortísimo desnivel sociocultural existente entre ellas, el conflicto está más que servido. Lo que sí que atrapa al lector es la forma en la que Eudora Welty envuelve la historia. Un envoltorio de tono claramente sureño norteamericano en la estela de Faulkner, Capote, Tennesee Williams, Joyce Carol Oates, Alice Munro, Lucia Berlin... Es precisamente ese ambiente oscuro, opresivo, de calor asfixiante, de negritud, de envidias y malas relaciones entre familiares, de naturaleza, de cultivo floral («el cultivo de flores era una actividad social fundamental en las clases altas sureñas, y también lo fue para la autora, Eudora Welty.», aclara el magnífico traductor que es José C. Vales, autor asimismo de novelas de mucho mérito como la titulada "Cabaret Biarritz" que en este blog reseñé en 2017), lo que une a La hija del optimista con la enorme tradición literaria de la Norteamérica meridional.
Si la historia y la trama son muy destacables en la novela, los recursos literarios utilizados para mostrarla y desarrollarla no lo son menos. Me ha sorprendido con muchísimo agrado la manera que tiene Eudora Welty de acercarse, como si de un zoom cinematográfico se tratase, a la disparidad sociocultural de los personajes que cohabitan en el relato. Así se percibe especialmente en los dos primeros apartados: en el primero es evidente durante la estancia hospitalaria del juez en la habitación doble que comparte con el señor Dalzell, próximo a morir. Las conversaciones y pensamientos de las dos familias se entremezclan en la sala de espera de manera contrapuntística; es la manera que tiene la narradora, que no es otra que Laurel, de marcar la enorme distancia que separa ambos mundos. La incultura y el menosprecio hacia los médicos es patente en Fay y en la madre de Archie Lee, el hijo borracho de Dalzell; qmbqw mujeres no son capaces de admitir la finitud de sus seres queridos.
Y lo mismo percibe Laurel durante el velatorio del juez celebrado en la mansión McKelva en Mount Salus, cuando en un momento las conversaciones se superponen, se cortan las unas a las otras, en una especie de contrapunto instantáneo. Estas dos situaciones a la par de las manifestaciones y comentarios de unos y otros hacen reflexionar a Laurel McKelva:
«Laurel cerró los ojos, recordando en ese momento por qué los Chisom le habían resultado tan familiares. Podían haber salido de aquella noche en la sala de espera del hospital -podían haber salido de cualquier tiempo difícil, del pasado o del futuro-; eran la gran familia atestada de parentela, la gran familia formada por aquellos que nunca comprenden lo que les ocurre.»De igual modo la maestría literaria de la autora nacida en Jackson, Mississippi, en 1909, es patente en muchos otros momentos. Ha llamado especialmente mi atención la manera muy personal que tiene de utilizar en ocasiones el monólogo interior. Así cuando Laurel se halla sola en la casa paterna y encuentra objetos diversos en ella se expresa de esta manera:
«"Los recuerdos vuelven como la primavera", pensó Laurel. Los recuerdos tenían las mismas características que la primavera. En algunos casos, era la madera más vieja la que florecía.»Quizás sea esta manera de abordar el recuerdo del pasado y la nostalgia que suele acompañarlo uno de los asuntos más interesantes, si no el más importante, de esta buena novela, que mereció ser galardonada con el Premio Pulitzer 1972, año en que apareció.
Sí, así es y así me lo ha parecido a mí: La hija del optimista me ha gustado especialmente porque plantea un asunto relevante no muy tratado literariamente: el de las emociones que se despiertan en familiares y amigos tras la muerte de una persona. Los objetos que acumuló el fallecido, la emoción que produce contemplarlos, los recuerdos que surgen al hacerlo, la melancolía, la necesidad de proseguir y no quedarse anclado en la nostalgia del pasado, cómo manejar los recuerdos de manera que nos sirvan para continuar viviendo el presente... Sí, en definitiva, esto sí que es manifestación clara de optimismo y magnífica herencia recibida por parte de Laurel de ese juez vital y optimista que fue McKevan desde siempre, algo no muy bien entendido por amigos y allegados.
«el pasado ya no puede ayudarme ni hacerme daño, no más que mi padre en su ataúd. El pasado es como él, insensible, y jamás podrá despertar. Es el recuerdo lo que actúa como un sonámbulo. Regresará con sus heridas abiertas desde cualquier rincón del mundo, como Phil, llamándonos por nuestros nombres y exigiéndonos esas lágrimas a las que tienen derecho. El recuerdo no será nunca insensible. Al recuerdo sí se le pueden infligir heridas, una y otra vez. En ello puede residir su victoria final. Pero del mismo modo que el recuerdo es vulnerable en el presente, también vive en nosotros, y mientras vive, y mientras tengamos fuerzas, podremos honrarlo y darle el trato que merece.»En conclusión, La hija del optimista de Eudora Welty esuna muy interesante narración, escrita de una manera que yo diría muy propia de la literatura norteamericana. El tono que desprenden sus páginas es para mí claramente característico de la manera de hacer buena literatura por parte de los grandes autores sureños norteamericanos. Eudora Welty se cuenta entre ellos, sin duda alguna__________________________Nota:Al tratarse de una novela publicada antes de 1980, añado este título al de los que ya he incluido en el Reto "Nos gustan los clásicos". En las bases de este Reto figura esa fecha, 1980, como frontera entre lo clásico y lo contemporáneo o más actual