Revista Sociedad
Nuestros jóvenes individualistas (remedo demimondain de los últimos eslóganes de ese centro difusor de modas intelectuales en que París ha terminado por convertirse) profesan, hoy como nunca, una obsesión casi racial por defender los valores europeos y occidentales. En olvido del mecanismo etnocéntrico (que consiste en universalizar sin crítica el particularismo, sobre la base de considerar que la propia particularidad es, de hecho y de derecho, un universal ético y étnico), mantienen la exclusiva, a lo que parece, de la idea misma de igualdad de derechos y de democracia. Con estas y otras palabras van llenan de vistoso ropaje al rey desnudo que acaban de descubrir: el individuo.Lo más curioso es que esos jóvenes individualistas reclaman como fuente de sus disparates lógicos nada menos que al gran investigador y antropólogo Dumont, que es sin duda uno de los más interesantes estudiosos i de la génesis, desarrollo y destino de ese concepto de individuo. Seguramente ignoran que Dumont "se extraña" ante la aparición de ese concepto que no sólo no es común ni compartido por otras culturas y sociedades, sino que, por el contrario, es más bien (en términos antropológicos) absolutamente excepcional. Dumont llega al individuo después de haber investigado a fondo el homo hierarchicus hindú. Y desde luego en ningún momento toma partido en favor de ese individuo que analiza e investiga. Muy al contrario: pone magníficamente de manifiesto hasta qué punto los propios sistemas filosóficos colectivistas, hegelo-marxistas y sobre todo Hitler y el nacionalsocialismo son hijos de esa concepción, tan europea y eurocéntrica, que gira en torno al concepto de individuo.Quizá en torno a ese concepto puede, en la coyuntura presente, cerrarse filas y fundar, desde ese culto al yo, una ética y una estética. Inclusive una ontología. Pero sólo pido a los jóvenes individualistas que, antes de promover sus nuevos eslóganes intelectuales, lean pacientemente a Dumont y no olviden tampoco esa pequeña obrita de Levi-Strauss, Raza e historia, desgraciadamente poco recordada en los últimos tiempos. Quizá de este modo moderen sus entusiasmos y consigan, si no popularidad, al menos ese mínimo de escepticismo, de relativismo cultural y de distancia imprescindibles para pensar. Y sobre todo evitarán, de este modo, dar consignas a quienes ellos menos desearan. Pues, al fin y al cabo, el racismo, en nuestros lares eurocéntricos, es una potencia en alza. Y los futuros racistas serán, sison inteligentes (cosa siempre problemática), fundamentalmente defensores fanáticos de los valores de esta cultura occidental, euroamericana (y japonesa), que los jóvenes individualistas tanto adoran. No creo que sea en nombre de tierra y sangre (Blut und Boden)como los neorracistas (repito: si son inteligentes) en donde asienten los principios de su práctica. Más bien será en nombre, creo, de los valores eternos de una cultura euroamericana asediada y en peligro (por la ola de irracionalidad, fanatismo, tercermundismo y fundamentalismo que nos invade). No me extrañaría la generación progresiva de una mentalidad neorracial fundada, por absurda paradoja, en conceptos (convenientemente pervertidos) como individualismo, tolerancia, razón ilustrada, humanismo y cosmopolitismo.En la antigua Roma imperial esos impecables valores fueron sobre todo difundidos por una de las más grandes e influyentes corrientes de pensamiento ético, lógico y político, el estoicismo. Conceptos como cosmopolitismo, razón universal, incluso el propio concepto de persona,llevan su impronta. No es casual que fuese en términos estoicos como trató de repensarse ese concepto jurídico (persona) que, en el uso (no en la reflex del derecho, mantenía aún su sabrosa razón etimológica (es decir, máscara teatral). Posteriormente, en el proyecto eclesiástico posniceano, se apuntalaron estas concepciones relativas a lo personal (a través de la especulación teológica) y en relación a un horizonte universalista y cosmopolita (católico en .sentido propio). Sobre estas bases puede hablarse defragua de esas ideas que los jóvenes individualistas hoy nos venden. En cuanto al yo, coinciden los estudiosos (Bréhier, Puech, etcétera) en que constituye una experiencia que sólo en la filosofía de Plotino halla su casa natal. Es preciso, en efecto, un repliegue a la interioridad radical del alma propia de todas aquellas matrices (que el pensamiento jurídico romano y la ética y la lógica estoica van preparando) para que surja, al fin, ese yo al que, más tarde, de Descartes hasta Stirner, se intentará fundamentar filosóficamente.Digo esto con el permiso de Foticault (que está en los cielos) y de sus epígonos fotícaultianos. Pues no es a través de tecnologías del yo como tal irrupción (que hace época) se produce, sino a través de un encadenamiento, entre lógico y azaroso, de motivos éticos, lógicos, jurídicos y místicos. No es la institución lo que funda mecánicamente elcarisma (Foucault olvidó demasiado algunos aspectos preciosos de la sociología de Max Weber). Es más bien el opaco entretejido de alumbramientos carismáticos y de exigencias institucionales (ascéticas, jurídicas, eclesiásticas) lo que fue dibujando el lugar, el topos del yo. Y fue sobre todo en el marco de la experiencia filosófica y mística (Plotino principalmente) donde tal experiencia cristaliza. A veces la filosofia y la mística también crean acontecimiento. El yo, la intransferible experiencia del propio yo, hallará, en las Confesiones de san Agustín, ese recién converso al plotinismo (después de sus aventuras maniqueas, que tanta influencia dejan en su pensamiento), el documento literario, religioso y filosófico fundacional.Nuestros jóvenes individualistas, si quieren realmente ser ilustrados (en sentido empírico y no doctrinario), podrían, de pasada, darse una pequeña gira turística por esos mundos preniceanos y posniceanos, por la Escuela del Pórtico, por el neoplatonismo y por san Agustín. La verdadera ilustración nunca hace daño.
Fuente: http://elpais.com/diario/1990/07/15/opinion/647992814_850215.html