Revista Opinión
Confieso estar al borde mismo de la exclamación, a la vez lúcida y escandalosa, de mi amigo músico Alberto Sardá, quien en una entrevista reciente exclamó: "¡No puedo más de Mozar!". Confieso que empiezo a experimentar dudas esenciales, dudas profundas respecto a la mismísima música del compositor hoy exaltada hasta cumbres celestiales. ¿Algo malo y vulgar encerrará esa música cuando se la vitorea de un modo tan indiscriminado? ¿Cuando voces que ni son delicadas ni sensibles se unen en un griterío unánime de alabanza? Sería necio presentar como objeción respecto a un objeto cultural su popularidad. Como igualmente necio sería considerar la falta de consenso popular sobre una obra como objeción. Ambas actitudes son triviales, detestables. Ya en vida los mejores músicos de su época (Haydn, por ejemplo) sabían que Mozart era genial, pese a que su música no era necesariamente popular. Mozart, a su vez, sabía que la música de Haydri era también genial, independientemente del éxito (cierto) que esa música obtuvo (al menos hasta que el romanticismo se dedicó, sistemáticamente, a minusvalorar a ese inmenso compositor vienés).El problema se inicia cuando se pasa, por una parte, de una popularidad aceptable a una masiva glorificación (tanto más preocupante si eso sucede en una sociedad de masas como la nuestra). O bien cuando se retrocede de una popularidad ajustada y equilibrada a una auténtica falta de interés. Pues bien: ambos fenómenos de patología receptiva los protagonizan los dos más grandes genios vieneses: Mozart y Haydn. Para el primero hoy todo son flores. El segundo sólo goza de verdadera estima entre una minoría exigua de entusiastas (de la que creo formar parte).
El tiempo me ha ido equilibrando el valor intrínseco de ambas figuras. El tiempo me las ha revelado como profundamente dispares, pero igualmente geniales. Tanto monta, monta tanto. Cierto que Mozart gana por amplio margen en el terreno de la ópera. Las óperas de Haydn no llegan a nosotros con la frescura y belleza intacta de las mejores óperas de Mozart. Ni siquiera pueden compararse con las mejores de Gluck (como esa maravilla que es Ifigenia en Tauride). Tampoco hay en Haydrí nada comparable al célebre Réquiem de Mozart, obra singular donde las haya. Ni desde luego los conciertos haydnianos, algunos excelentes, pueden compararse con esa cascada inagotable de ideas musicales vivas que constituyen los conciertos para piano de Mozart (especialmente los ocho últimos). Ahora bien, la belleza de las cuatro últimas sinfonías de Mozart, de sus quintetos y cuartetos o de sus tríos para piano no puede competir con la producción de Haydn en ese terreno. Cómo la belleza del concierto de trompeta o de los conciertos para piano de Haydn no permiten equilibrar a su favor las maravillas mozartianas en el terreno del concierto. Hay que haber escuchado, con mente y sensibilidad despejada, las 104 sinfonías de Haydn para darse cuenta de la magnitud radiante de este músico único. Hay que haber logrado individualizar, en su especificidad irreductible, piezas maestras sinfónicas únicas, incomparables, como todas y cada una de las sinfonías Londres, como prácticamente toda la producción de las sinfonías de París, o como las insólitas producciones en tono menor del periodo medio (Traver, Pasión, Sinfonía trágica, La despedida, Mercurio, etcétera) para darse cuenta de que, después de Haydn, nadie, ni siquiera Beethoven, llega a tales cimas de inspiración (sólo acaso Schubert en su última sinfonía o Bruckner en su Octava alcanzan algo similar; o en nuestro siglo, Nielsen en su Quinta sinfonía).
¿Y qué decir de la obra de cámara, de los cuartetos y de los tríos para piano? ¿O de sus bellísimos oratorios y de sus misas? Haydn es, con Mozart, uno de los más grandes genios de la historia de la música. Pero no goza de fervor ni de favor popular. En ello está en desventaja con su eterno amigo y rival. Tanta popularidad, lo mismo que el exceso contrario, perjudica la obra de estos grandes compositores. Quizá si en lugar de trivializar leyendas románticas (triviales ya en su origen) en relación al duelo Mozart-Salieri, se planteara el duelo en profundidad, tamizado por la amistad y la grandeza, entre Mozart y Haydn (entre la música de ambos, más allá de sus leyendas y hagiografías), quizá entonces comenzaríamos a penetrar en el secreto del sumario del destino más noble de la música occidental y de su época más radiante.
Para lograr este objetivo yo propondría hibernar todo el legado hagiográfico y legendario de Mozart y atender, sin dilación, lo que está en juego: su música. Asimismo, eliminar todos esos estúpidos títulos de obras de Haydn que trivializan y devalúan el producto. Una sinfonía magníficamente seria, llena de vigor trágico, como es la sinfonía llamada La gallina, obviamente merece mejor apelativo. Una partitura milagrosa, uno de los más vigorosos edificios sinfónicos, de una épica espontánea, grande y dúctil a la vez, como es la sinfonía 101, poco gana con el nombre de Sinfonía del reloj. Y la honda nostalgia pastoril de la sinfonía 94, que no tiene nada que envidiar a la homónima de Beethoven, decae en necedad circense al llamársele Sinfonía sorpresa. La sinfonía El oso, que en absoluto desmerece en relación a su contemporánea la sinfonía 40 de Mozart (si se sabe oír con atención), poco consigue con ese título (alusivo a la danza croata que inventa Haydn para el último movimiento). Propondría, por ejemplo, llamar Trágica a la sinfonía gallinácea, Heroica a la sinfonía militar, Enérgica a la del reloj, y Pastoril a la sorpresiva. Que Haydn mismo, quizá por una extraña voluntad de enmascaramiento (sutil característica de su persona y de su obra), hubiese propiciado esas lamentables titulaciones no es objeción. A veces los peores aliados de una obra son sus propios autores.
Fuente: http://elpais.com/diario/1991/12/28/opinion/693874811_850215.html