Revista Opinión
Quizá en las mentes pensantes que construyeron la Europa unida primigenia estuvieran claros y distintos los beneficios y las bondades de la entrada en este club. Pero el pueblo de a pie, ese que ve la vida a ras de suelo, no entiende ni bien ni un poco el sentido, la dirección y las virtudes de pertenecer al selecto grupo del euro. La ciudadanía entró en el euro con la profecía cumplida de que con la nueva moneda la vida sería más cara. Y ahora llega la crisis, que se ha revelado como fruto del quebranto de la Europa financiera, provocada por la codicia de los de siempre. El pueblo acepta la Europa monetaria como un imponderable, como un qué le vamos a hacer. Otros, a kilómetros de España, dictan el futuro con palabras que solo ellos entienden (y ni eso). Una decisión tomada en el Parlamento Europeo puede traer tanto ventura como ruina. Los dioses gritan y los mortales quedan sordos. No es extraño pensar que si Europa consigue sobrevivir a la tormenta financiera, si consigue aunar voluntades en busca de objetivos comunes y duraderos, lo hará a expensas del ciudadano. Si ni siquiera entendemos muy bien las decisiones de nuestros políticos, ¿cómo esperan que comprendamos la lógica de las relaciones internacionales? El ciudadano de a pie lo que no desea es que le roben su pan, que su negocio prospere y que no le cuenten fábulas de lecheras. Le da igual si el bienestar fue causado por las decisiones del ejecutivo o de un hábil parlamentario europeo. Sin embargo, si la cosa va mal, es de prever que se le enciendan los truenos contra gobiernos, parlamentos y cualquiera que detente el poder de manejar el futuro ajeno. El ciudadano europeo quiere soluciones, hechos. No entiende qué es Europa, por qué existe el euro o de qué se habla en el Parlamento. El ciudadano está a lo suyo, que es trabajar, descansar y estar con la familia y los amigos. Solo espera que aquellos que prometen arreglar las cosas, lo hagan. Para eso se metieron a políticos, y si no, otros vendrán que lo hagan mejor.
La Unión Europea nació con el sueño de fortalecer su economía y sus intereses geoestratégicos, frente al poder del dólar. Asimismo, la nueva Europa pretendía aunar pareceres, estrechar lazos, vincular intereses, a fin de que la paz quebrada en décadas anteriores perdurara. Y se consiguió; durante décadas Europa se ha mantenido en paz, unida y fuerte; hasta que llegaron las vacas flacas y cada país buscó su propio abrigo, cuestionándose la estabilidad monetaria y la confianza mutua. Es más difícil mantener unida una familia bajo el fuego cruzado de la adversidad que en tiempos de bienaventuranza. La crisis provoca mecanismos de defensa, se radicalizan los discursos, se endurecen las medidas y las explicaciones se vuelven cada vez más crípticas. Esto genera que la ciudadanía de los países europeos se proteja en un discurso cada vez más nacionalista, que crezcan los partidos de ultraderecha y la retórica europeísta de nuestros dirigentes se vuelva indescifrable y sospechosa. Europa corre el peligro de construirse a expensas de la ciudadanía. Ya nació bajo este hándicap, pero mientras el viento era propicio, callamos complacidos por las subvenciones y demás prebendas. Otra cosa bien diferente es pedir fidelidad en tiempos difíciles.
Desde su construcción, Europa se pensó como una unión de diversidades, una casa común con lenguas, ideologías, religiones, culturas diferentes, pero abiertas a conocerse y entenderse. Se abrieron las fronteras, se unificó la moneda y se facilitó el empleo por toda Europa. Las políticas internacionales debían ser fruto del debate y del acuerdo comunes, nunca patrimonio de una ideología determinada. Sin embargo, esta voluntad de acuerdo y desapego ideológico se ha puesto a prueba durante la crisis. Ya desde hace una década, Europa ha evolucionado hacia una ideologización de la política económica de corte conservadora, auspiciada por la profusión de gobiernos de dentro derecha, en detrimento de los discursos socialdemócratas. Esto ha provocado un movimiento, cada vez más virulento, que cuestiona el mantenimiento del Estado Social, así como el modelo actual de empleo y salario. Incluso los ejecutivos socialdemócratas han tenido que plegarse por necesidad a esta nueva religión, a fin de mantener la estabilidad de sus economías. Los partidos de izquierda se encuentran en la tesitura de replantearse qué discurso político van a ofrecer a sus ciudadanos en el contexto de esta nueva Europa ultraliberal, un discurso en materia económica que se desligue con responsabilidad de la tendencia conservadora y proteja el Estado Social amenazado por las políticas neoliberales de centro derecha. De lo contrario, la izquierda corre el peligro (más aún que hoy) de mimetizarse con el entorno y perder el crédito de sus votantes.
Ramón Besonías Román