La reunión que celebró ayer el Eurogrupo fue otra decepción. Después de cinco horas y en medio de una catástrofe de perspectivas cada vez más negras, los ministros de economía y finanzas fueron incapaces de llegar al único acuerdo que hoy día cabe alcanzar: que ante una situación de emergencia sanitaria y de consecuencias económicas funestas que afecta a todos los países de la Unión Europea, es imprescindible poner sobre la mesa recursos extraordinarios, urgentemente y en común. No hay otra.
En lugar de eso, los dirigentes europeos han caído en la misma torpeza con la que actuaron en la crisis de 2008.
En aquella ocasión, para disimular que Alemania y los países de su entorno iban a lo suyo, se estableció el principio de que la austeridad era el único remedio posible. Se dijo que era la única forma de hacer frente a la deuda y al desempleo, pero el resultado fue otro y lo sabemos: los pueblos y los países de la periferia salvaron a los bancos y a los países centroeuropeos y la deuda se multiplicó, en lugar de disminuir.
Ahora -cuando están muriendo miles de personas- ya no pueden recurrir al mismo argumento y han tenido que ser más explícitos: que cada uno se resuelva el problema como pueda. O, dicho, más elegantemente -tal y como están diciendo los líderes alemanes y los de las instituciones europeas-: la situación es muy difícil y puede traer consigo problemas muy grandes, pero la solución es que cada país adopte sus propias políticas fiscales para arreglarlos.
Es el colmo del cinismo.
La Unión Europea lleva años poniendo grilletes fiscales a los países socios para favorecer el negocio bancario que crece a medida que aumenta la deuda pública. De facto, los países de la UE no tienen soberanía sobre sus propios presupuestos. Y mucho menos desde que se obligó a incluir en nuestras constituciones que el pago de la deuda es prioritario, como ahora, ante cualquier otra necesidad. Las políticas y las normas que viene imponiendo la propia Unión Europea ha generado una deuda grandísima en casi todos ellos, lo que les impide incrementar el gasto cuando es preciso, como ahora. Y no han llegado a esa deuda porque se hayan excedido en el gasto. No. Es una deuda en su inmensa mayor parte (o incluso en toda en algunos casos) producida por tener que recurrir a la financiación bancaria privada, al prohibir los tratados europeos que el Banco Central Europeo financie a los gobiernos. Los datos son indiscutibles: de 1995 a 2018, la deuda pública europea creció en 5,8 billones de euros y los intereses pagados por los gobiernos en 6,1. Es decir, que estos últimos representaron el 106% del incremento de la deuda. En el caso de la eurozona ese porcentaje fue del 99%).
El Banco Central Europeo ha sido quien ha impuesto la doctrina. Pero, como digo, cuesta trabajo creer que proponga eso cuando él mismo y la Comisión han dejado a los países sin apenas capacidad fiscal y han impedido que se constituya una hacienda europea que disponga de un presupuesto capaz y operativo. Por su parte, el BCE se ha limitado a anunciar un amplio programa de compra de bonos y a relajar las exigencia de solvencia a las entidades. Algo que, como he explicado en mi artículo El virus y la economía (2): sin respuestas al problema de fondo, sólo va a servir para enriquecer aún más a los más ricos y para debilitar la solvencia de los bancos, justo cuando se avecina una tormenta financiera y hará más falta que nunca que los bancos sean solventes.
Muy pocos países de la UE pueden adoptar por sí solos las medidas del impulso fiscal que ahora se necesitan. Sencillamente, es imposible que los países europeos puedan hacer frente a la pandemia cada uno por su cuenta.
Aunque se relajen o incluso desaparezcan las restricciones y normas de estabilidad presupuestaria, que es lo que se está ofrecieno, los gobiernos tendrán que endeudarse más y esa mayor deuda estará ahí, pesando como una losa, ahora quizá no mucho por los tipos de interés tan bajos, pero sí en el futuro. De hecho, la prima de riesgo ya está subiendo en algunos países y sus gobiernos tendrán que pedir prestado en condiciones cada vez más onerosas a los bancos privados para hacer frente a los gastos excepcionales. Y, como no se hace nada para evitar los zarpazos de los grandes fondos especulativos, será inevitable que ese mayor volumen de deuda dará problemas inmensos a las economías, antes o después.
Los líderes alemanes y quienes siguen sus propuestas están volviendo a demostrar que Europa sólo les importa y la desean como un mercado pasivo para sus empresas. Son todo lo contrario de líderes de un proyecto común. Cuando Merkel y otros dirigentes dicen que en su país hay que hacer todo lo necesario y que ya se verán después los efectos sobre el déficit y se olvida de los demás países, lo que está haciendo no es sólo condenar al resto sino hundir el proyecto europeo.
Cuando surge un problema tan extraordinario y que afecta a todos los miembros de un club hay que ser o muy torpe o muy cínico para decir que cada uno actúe por su cuenta. Y eso es lo que está haciendo la Unión Europea por imposición alemana. En lugar de poner en marcha la artillería pesada con la que podría contar si quisieran, sus líderes han tomado unas escopetas de otra época y lo único que hacen es pegarse tiros en los pies.
No hay mejor prueba de ello que la prohibición alemana de exportar mascarillas y otro material sanitario a Europa, algo que ni siquiera ha sido censurado por los demás países. ¿Qué italiano con dignidad querrá seguir siendo socio de países que actúan así cuando están muriendo miles de sus compatriotas? Y nadie podrá extrañarse si eso también pasa en el futuro con los ciudadanos de los demás países de la periferia.
La Comisión anunció que repartirá fondos por valor de 37.000 millones para hacer frente a los problemas que se nos presentan sobre la mesa. Pero hace falta mucho más y por más tiempo. Compárese esa cantidad para todos los países de la UE con el plan de 13.000 millones de Alemania o con el del Reino Unido, de 34.000. Y teniendo en cuenta, además, que esos 37.000 millones ni siquiera son nuevos, sino que provienen de los fondos estructurales, o sea, que dejarán de percibirse por ese concepto en el futuro inmediato.
La Unión Europea se está volviendo a equivocar lo mismo que lo hizo en la crisis de 2008. Sólo que ahora su equivocación, su falta de liderazgo, su incapacidad para proporcionar respuesta a la emergencia sanitaria y a la muerte de millones de personas va a ser mucho más visible, de modo que va a ser más difícil que se pueda disimular la responsabilidad de sus dirigentes. Una responsabilidad que debería empezar a ser criminal si se reconociera de una vez que hay crímenes económicos contra la humanidad.
Pero seamos justos. No podemos echar la culpa a Europa en abstracto. La Unión Europea que apenas si responde a los insultos de Trump, la que se rinde ante los poderosos y es incapaz de defender a los más débiles... somos todos los europeos. Y, en particular, todos los gobiernos de los países que se callan y se rinden. El Presidente Macron ha tenido al menos la vergüenza de hablar claro y de reclamar lo que en estos momentos conviene reclamar a su país y a toda Europa. Por lo que sabemos, sin embargo, el gobierno español se ha traicionado y nos ha traicionado cuando se ha alineado con Alemania y los demás países que se oponen a la inmediata puesta en marcha de un programa europeo de potente impulso fiscal. Es una torpeza que nos va a costar muy cara.
La Unión Europea se está disparando en el pie. Se está condenando a muerte ella misma. Ha traicionado una vez más a los ideales que la vieron nacer y, como dice un viejo refrán, una cuerda que se rompe por traición puede volverse a atar, pero nunca será una entera.
Y que nadie tenga la ingenuidad de creer que todo esto es una buena noticia. A pesar de todo, Europa es en términos generales el espacio más avanzado política y socialmente del planeta. Si formando una unión predominan los comportamientos egoístas, es fácil imaginar (porque ya lo vivimos en otras épocas de nuestra historia) lo que tendríamos sin ella, más conflictos y quién sabe si nuevas guerras.