Tras los ataques terroristas de París algunos, casi instintivamente, se han tentado la ropa y las fronteras. Las exteriores, esas que dan al resto del mundo y a realidades tan diferentes a la nuestra, y las interiores, pensando que quizás no sea tan buena idea poder ir de Cádiz a Rotterdam parando en Bruselas sin que a uno le pregunten quién es, cuál es su número de identificación y cuáles son sus intenciones.
Sobrevuela la idea de una Patriot Act comunitaria que resuelva la eterna tensión axiológica y material entre libertad y seguridad en beneficio de la segunda por exceso, se entiende, de la primera. Puede existir también otra tentación: la de ponerse de puntillas para ver lo que sucede extramuros de nuestro continente (en Oriente Medio y el Norte de África) desde una perspectiva exclusivamente securitaria y de contraterrorismo. Peor aún sería interpretar lo que ha sucedido en París –y antes en Madrid y Londres- alimentando una frontera más: la civilizatoria… el discurso de “Islam contra Occidente”.
Todos estos “actos reflejo” ante el martilleo del terrorismo en nuestra rodilla se niegan y consumen en sí mismos. Son profundamente erróneos. ¿Levantar fronteras exteriores más altas contra ciudadanos que ya están, o que han nacido aquí? ¿Luchar al modo tradicional contra redes de adoctrinamiento que crecen, se reproducen y se retroalimentan desde ordenadores como los que todos tenemos en casa? ¿Hablar de un choque civilizatorio? ¿Hablar de Islam contra Occidente? Esto último implicaría meter en el mismo saco al fanático que dispara en la redacción de Charlie Hebdo y al gendarme francés musulmán que es fríamente asesinado defendiendo dicha sede, y obviar también que el terrorismo mal denominado “islámico” mata, atemoriza y extorsiona principalmente en países con población mayoritariamente musulmana.
Resistencia, pues, ante lecturas simplistas y soluciones “simples”, siempre interesadas. Inteligencia y capacidad política para leer lo que está pasando en las ciudades de nuestra Europa y a las puertas de las mismas. Porque algo está pasando, indudablemente, cuando cientos de ciudadanos europeos, de segunda y tercera generación, deciden dejar todo lo que tienen aquí para embarcarse en una jihad que idealizan, dispuestos a luchar en países que ni siquiera conocen y sobre todo, dispuestos a no volver (o a hacerlo convertidos en auténticas máquinas de matar).
La amenaza es real como recordaba en Septiembre Gilles de Kerchove, coordinador de contra-terrorismo de la UE, al hablar de la “inevitabilidad de grandes ataques terroristas en suelo europeo con el regreso de los combatientes de Siria e Irak”.
Ante esto, lo inmediato debe ser caminar hacia una verdadera integración europea en materia de seguridad e inteligencia para que nuestra política antiterrorista deje de ser lo que Oldrich Bures calificó de “tigre de papel”. Superar los déficits de origen, superar las estrategias bilaterales e ir hacia una estrategia de defensa, seguridad, inteligencia (y también de acción exterior) realmente integral y digna de ser llamada “europea”. Dejar de ir a remolque, no queda otra si queremos ser algo en el nuevo orden internacional que viene alumbrándose desde hace unas décadas. Aportar también, una visión europea y comprometida con el futuro de la Alianza Atlántica (recordemos que Estados Unidos aporta hoy el 75% del presupuesto de la OTAN, algo que según el tío Sam debe cambiar –y no le falta razón-). Si de verdad nos preocupa como sociedad el avance del terrorismo internacional, la existencia de un Estado Islámico a kilómetros de la frontera turca, o la presencia de una Al Qaeda en el Magreb Islámico, se han de poner medidas y aportar recursos para ello sin esperar a que otros lo hagan por nosotros. Recursos que no sólo pasan por lo militar y lo económico: también tienen que ver con la cooperación, la colaboración y el trabajo conjunto con aquellas sociedades que como las nuestras (y en mucha mayor medida) sufren y sufrirán el látigo del terrorismo.
Inmediatamente después de lo inmediato -valga la redundancia-, debemos ocuparnos, ya que hablamos de ellas, de una frontera más sutil, más latente, pero que parece cobrar importancia en este contexto.
La frontera a la que parece referirse el escritor Abdelkader Benali esta semana en The New York Times: una cesura, una incomprensión que puede abrirse en la mente y en la vida de no pocos jóvenes europeos nacidos y criados aquí y que sin embargo sufren la paradoja del desarraigo, del sentirse extranjero en su propio país y el no sentirse concernidos ni implicados en un contexto social que entienden hostil y ante el que pueden sentir la tentación del “repliegue”, de la “vuelta al origen idealizado” que les ofrece como única salida una interpretación totalmente minoritaria y lunática del islam.
Mucho se podría hablar, y de hecho debe hacerse, sobre cómo y porqué los barrios periféricos, económicamente deprimidos y olvidados de algunas ciudades europeas en los que campan el paro, la marginalidad y la falta de oportunidades, se parecen cada vez más a los “guetos involuntarios” de los que hablaba Zygmunt Bauman en “Tiempos Líquidos” para pasar a convertirse en auténticas canteras en las que radicalizar y reclutar jóvenes con billete sólo de ida o de ida y vuelta a Siria o Irak.
Como síntesis: por un lado más y mejor integración europea para superar los retos y amenazas y por otro más y mejor integración social en nuestras propias ciudades para evitar el fracaso de nuestra Unión y su “unidad en la diversidad”. Revisión de lo que –evidentemente- se ha hecho mal en ambos terrenos en los últimos años y, en definitiva, ser más Europa que nunca sin caer como he dicho, en ineficaces tentaciones regresivas ni soluciones simplistas que distorsionen lo que somos (o lo que siempre quisimos ser).