Que la selección, supuestamente democrática, de la cancioncilla que se va a enviar a concursar en Eurovisión esté tan obviamente amañada que todo el mundo se haya dado cuenta no tiene, en principio, mayor trascendencia. De la misma forma que un premio literario convocado por una editorial esté tan obviamente amañado (no diré nombres, tampoco hace falta: la descripción le cuadra a varios, convocados por distintas editoriales, y todo el mundo lo sabe, porque todo el mundo se da cuenta) que resulte obvio que sólo sirve para que la editorial en cuestión promocione al escritor (más frecuentemente escritora) que le parece mejor (indefectiblemente, alguien famoso por salir en los mass media y/o perteneciente a la cuadra de la editorial en cuestión), tampoco. Total, se trata de una cancioncilla que, aunque gane, está condenada al olvido eterno tras unas cuantas semanas de machaque en las emisoras de radio. O de una novela cuyo destino, también, es el olvido eterno, tras unas semanas en el ranking de los más vendidos. Muy lejos quedan los tiempos en los que los premios avalaban obras de tanta trascendencia histórica como Nada, de Carmen Laforet, o Los mares del Sur, de Vázquez Montalbán, es cierto. Pero conviene no olvidar que hoy en día se llevan las novelas kleenex, de usar y tirar; como conviene no olvidar que las editoriales son, al fin y al cabo, empresas privadas dedicadas al muy legítimo propósito de obtener beneficios monetarios, para las que un premio supone una inversión económica importante, y tienen perfecto derecho a rentabilizar esa inversión como mejor les parezca, y a promocionar los productos que supongan más promocionables. Es su negocio, es su dinero y no le hacen daño a nadie.
O quizá sí.
Porque quizá, concurso a concurso, premio a premio, estén acostumbrando a la sociedad a asumir como normal que las reglas del juego democrático sean tan sólo una representación, que no haga falta respetarlas (o hacer como que se respetan) salvo cuando le benefician a uno. Quizá estén legitimando el mensaje de que no sólo no vivimos en una meritocracia (cosa que ya sabíamos, tan tontos no somos) sino que ni siquiera aspiramos a ello. Que no vale la pena esforzarse en hacer las cosas lo mejor posible, para qué, aunque sean cosas tan nimias e intrascendentes como una cancioncilla kleenex o una novelita kleenex, pues lo importante es tener los amiguetes adecuados, tener acceso a los resortes de poder adecuados y chupar las pollas adecuadas. Sí, he dicho pollas, qué pasa.
Quizá estén contribuyendo a convencer a la gente de que, si el sistema truca sus propias reglas en asuntos tan intrascendentes, por qué no lo va a hacer también en asuntos de mayor enjundia. Como los concursos públicos de concesión de obras y servicios (esos no son tan intrascendentes, afectan de forma muy directa a nuestras vidas y nuestros bolsillos). Algún que otro mangoneo se ha descubierto, alguna que otra vez, en ese terreno, y cierto es que los responsables han visto caer sobre ellos el peso de la ley: pienso en la trama Gürtel, pienso en la trama del 3 por ciento en Cataluña. O en la causa que tiene abierta la actual presidenta del Parlament catalán por supuesta concesión de contratos públicos a un amiguete, cuando era consellera del gobierno local. Muy probablemente estos casos sean la excepción más que la regla, pero la aparición de cada uno de ellos afecta a la credibilidad de todos los demás, y del sistema mismo. Como también la afecta, sin duda, que en cosas en principio tan intrascendentes como la concesión de un premio literario privado, o la selección de la canción de Eurovisión, el pucherazo se vea como normal.Porque si es normal ahí ¿por qué no va a serlo en cualquier otra circunstancia? ¿en las elecciones legislativas, por ejemplo? ¿o en la selección de los miembros del Tribunal Supremo? ¿O en la de los miembros del Tribunal Constitucional?
Que la canción elegida para Eurovisión no sea la que surgió de la votación popular no tiene ninguna importancia, ni reviste ninguna gravedad. Lo grave es que, procediendo así, se desacredita el concepto de “votación popular”. Que en un premio literario se premie la obra que le conviene al convocante y no la que elige el jurado según criterios supuestamente meritocráticos tampoco tiene mayor importancia, ni reviste mayor gravedad. Lo grave es que, aceptándolo, se desacredita el concepto mismo de meritocracia. Y se normaliza la deshonestidad, y se contribuye a vaciar de valores éticos la sociedad abierta y democrática. Y cuando la sociedad abierta y democrática se vacía de valores éticos, se va abriendo la puerta tras la que aguarda el fascismo, que otra cosa no será, pero honesto, al menos en apariencia, sí. Y esa puerta ya está tan abierta que el fascismo tiene más de una pierna dentro.
Por eso la sociedad abierta y democrática debería apegarse a sus principios éticos con firmeza. Y no permitir que se transgredan ni siquiera en cuestiones tan nimias e intrascendentes como la elección de una cancioncilla kleenex o una novelita kleenex, condenadas a un fugaz momento de gloria seguido del eterno olvido. Porque no es una cuestión de qué cancioncilla es mejor. Es una cuestión de… eso mismo, de principios.