El materialismo ha triunfado, por ahora. En las sociedades contemporáneas occidentales, el discurso predominante en los medios de comunicación, en el cine, en las series, en los libros de divulgación y en las novelas asume en nuestros días, de manera al menos implícita, un conjunto de postulados a los que me referiré como materialismo. Entiendo por tal una concepción de la existencia según la cual, o bien no existe un Dios personal, o bien existe, pero ello no afecta apenas en nada a nuestra forma de vivir. El materialismo no necesitaría basarse en una definición positiva de materia. Simplemente sostiene que la realidad primordial o básica es de naturaleza inconsciente, carente de intencionalidad y finalidad. Incluso admite una definición aún más amplia: que la materia, aunque hubiera sido creada por Dios, podría igualmente existir por sí misma y estar sujeta a leyes físicas autosuficientes. Lo cual, por cierto, convierte la creación en un acto anecdótico y prescindible que, no sin lógica, los materialistas más consecuentes rechazan. Posiblemente esta sea la razón del éxito del materialismo contemporáneo, el no ser incompatible con la creencia en un Dios, con la única condición de que sea superfluo y moralmente inoperante, como los dioses remotos de Epicuro.
La definición anterior ya sugiere la existencia de dos grados en el escalafón del materialismo. El más minoritario lo componen los ateos, los más conscientes y hasta entusiastas, que suelen divulgar los principios materialistas como si se tratara de una buena nueva supuestamente liberadora. El círculo más amplio abarca desde los agnósticos hasta quienes creen de forma más o menos vaga en un Dios a su medida, cuyo único precepto sería algo así como “sed felices”, dejando a la conciencia de cada cual determinar el mejor medio para cumplir ese objetivo. Podría parecer que es excesivo incluir esta forma de deísmo dentro de la categoría materialista. Pero tenemos dos razones para ello. La primera es que lo que caracteriza el fenómeno que aquí pretendemos elucidar y criticar es que se traduce en un estilo de vida (el cual describiremos a continuación) y en este sentido, el ateo dogmático y el agnóstico o incluso deísta contemporáneos no se distinguen apenas. De hecho, una de las principales bazas del materialismo es que se suele presentar bajo un ropaje positivista, es decir, alejado de todo fundamentalismo. Sin embargo, el materialismo es tan fundamentalista como cualquier otra tesis que de forma teórica o práctica sostiene alguna tesis acerca de la realidad fundamental. La segunda razón es que esa forma de deísmo vaporoso es claramente una antesala del agnosticismo y el ateísmo. Aclaro esto último brevemente.
Un Dios indiferente, o un Dios colega, desactivan la apuesta de Pascal. Según este pensador, creer en Dios es la apuesta más racional, porque si no existe, no hemos perdido nada con haber creído en él, salvo quizás pasar los domingos en misa en lugar de quedarnos en la cama escuchando programas radiofónicos de entretenimiento, como ha señalado irónicamente T. J. Mawson. Mientras que si existe nos aseguramos la felicidad eterna en la otra vida. Actualmente, sin embargo, incluso entre católicos, está muy extendida la visión de una divinidad complaciente, que ni siquiera negará la salvación a los ateos más contumaces, al menos mientras no hayan asesinado ancianitas. Así que el razonamiento pasa a ser más o menos algo así como: “Mejor quedarme en cama los domingos por la mañana, porque de todos modos, si al final resulta que hay un Dios, no se va a molestar porque haya creído poco o nada en Él, y menos aún porque no haya cumplido con determinados rituales, que váyase a saber si fueron instituidos realmente por Jesús.”
Describamos sucintamente el estilo de vida materialista, sin lo cual nuestra definición no es verdaderamente completa. El materialista contemporáneo es un tipo convencido de que los principios morales existen independientemente de Dios, suponiendo que siquiera exista. Que Dios quiera el bien sería sólo algo añadido al bien, y por tanto inesencial, aunque se trate de una idea que a algunos pueda reconfortar de algún modo. Por tanto, un materialista no sólo declinará la práctica de cualquier religión, incluso aunque declare ser creyente, sino que conducirá su vida con arreglo a la moral tal como él la entiende. Esto en la práctica equivale a lo que llamaré la moral minimalista, que se reduce a una interpretación ya de por sí restringida del quinto y séptimo mandamientos, no matarás y no robarás. Digo que se trata de una lectura restringida, porque no excluye el aborto o la eutanasia. Y es además compatible con la elevada fiscalidad propia de la socialdemocracia europea, que considera justificado que el Estado obtenga coactivamente cerca del 50 % de la riqueza producida por los ciudadanos. El estilo de vida materialista se caracteriza así por defender una elevada promiscuidad sexual en todas sus formas, incluyendo la homosexualidad, el onanismo y la pornografía, así como una externalización de la responsabilidad hacia el Estado, encargado de velar por el bienestar individual desde el nacimiento hasta la muerte. Esto implica una renuncia a considerables parcelas de libertad (y no sólo en sentido económico) al tiempo que paradójicamente se pregona que la libertad es el valor supremo. No es difícil de entender: el materialismo concibe la libertad como el poder de satisfacer nuestros deseos, en abierta ruptura con la tradición clásica y judeocristiana, que conceptúa el autodominio de las pasiones como la más alta forma de libertad. Como nos recuerda Francisco José Contreras,
“...desde Platón y Aristóteles se había entendido que la ‘vida buena’, la vida digna del hombre, requería una laboriosa domesticación y encauzamiento racional de los instintos, las pasiones, los deseos. En eso precisamente –en la liberación de la esclavitud de los apetitos en aras de la consecución de bienes superiores– consistía la ‘libertad grande’, la ‘libertad mayor’.[1]”
Por su parte, la libertad materialista puede muy bien llegar a percibirse como compatible con el colectivismo, con tal que el resultado sea la gratificación sensorial y afectiva de los miembros de la colectividad, resultado que un gobierno ilimitado puede evaluar a su conveniencia. En este caso la libertad se identifica con la que se puede arrogar una élite totalitaria para someter por completo a los individuos a cualquier arbitrariedad.
Podría parecer que el materialismo no conduce de manera necesaria al socialismo ni al hedonismo; sin embargo, carece de razones absolutas para oponerse a ambos, lo cual viene a ser lo mismo. El materialista partidario de los derechos humanos inalienables y contrario al aborto, lo sepa o no, está usufructuando conceptos ajenos al materialismo. Con sus posiciones, niega la libertad entendida como mera capacidad de satisfacción, y niega que la persona humana se reduzca a un epifenómeno de la organización molecular. En definitiva, rechaza que el fin justifique los medios, cosa que un materialista consecuente de ningún modo podrá nunca sostener de manera absoluta. Siempre son los más lúcidos materialistas quienes abogan por la eugenesia, las esterilizaciones forzosas, la eutanasia, el aborto, el infanticidio e incluso una dictadura para “salvar al planeta”, en nombre de la “ciencia”. Quienes se oponen a ello sin creer en el Dios judeocristiano pertenecen a ese club de “vagarosos y aficionados” que “de siempre han intentado mezclar las dos concepciones”, como decía un cínico (pero en esto certero) personaje de El cero y el infinito, de Koestler.
El problema del materialismo es que está equivocado. Sencillamente, no es verdad que podamos comprender el universo como un conjunto de leyes autosuficientes, ni tampoco que la moral pueda entenderse independientemente de una idea del Bien absoluto. Empezando por lo primero, hay que señalar que las leyes de la naturaleza no son la explicación de los fenómenos de la naturaleza (como ya señaló Wittgenstein) sino precisamente lo que habría que explicar. Que las manzanas caigan al suelo según una ley que relaciona su masa con la terrestre y la distancia nos dice cómo suceden tales fenómenos, y nos permite poner satélites en órbita, entre innumerables aplicaciones más. Pero con ello todavía no hemos avanzado un milímetro en entender por qué existe esa ley y no otra, o por qué existe cualquier tipo de ley, y no un mero caos o simplemente nada en absoluto. Para los fundadores de la ciencia moderna, como Galileo o Newton, estaba claro que el universo había sido proyectado por una mente infinita, y ello era la garantía de su inteligibilidad, al menos parcial, por la mente humana. Pero desde el momento en que prescindimos del proyectista, las leyes naturales se convierten en un hecho bruto, inexplicable, o del cual sería incluso ilegítimo demandar explicación, según pretende el positivismo. Este sería el gran logro intelectual del ateísmo y el agnosticismo.
Los intentos de algunos cosmólogos por ofrecer una respuesta alternativa a la doctrina de la creación, más allá del subterfugio positivista, son francamente desesperados. Los más serios y consistentes nos llevan a contemplar un multiverso compuesto de infinitos universos distintos al nuestro, cada uno con sus propias leyes físicas. Aparentemente, esto disolvería el interrogante de por qué existen las constantes físicas conocidas y no otras –sencillamente, existirían todas las posibles. Pero el problema principal de esta tesis es que, entre todos los universos posibles en los que las constantes físicas hubieran permitido la aparición de vida inteligente, podemos concebir infinitos mucho más irregulares y matemáticamente inelegantes que el nuestro. Como observa el filósofo de la ciencia Francisco J. Soler:
“El multiverso puede explicar, o bien la simplicidad, o bien la fecundidad de las leyes de la naturaleza, pero nunca ambos rasgos.[2]”
¿Tan difícil es reconocer la posibilidad de una inteligencia primordial que hubiera descartado, con su elección omnisciente, infinitos universos extravagantes? Esta es la tesis que defendió con particular clarividencia Gottfried W. Liebniz, una de las mentes más privilegiadas de la historia:
“Es preciso también que esta causa [del mundo] sea inteligente; porque siendo contingente este mundo que existe, y siendo igualmente posibles una infinidad de otros mundos, y aspirantes también a la existencia, por decirlo así, lo mismo que aquel, es imprescindible que la causa del mundo haya tenido en cuenta o consideración todos estos mundos posibles al determinar uno. Y esta consideración o relación de una sustancia existente respecto a las simples posibilidades, no puede ser otra cosa que el entendimiento en que se dan las ideas de todas ellas, y el determinar la existencia de una, no significa otra cosa que el acto de la voluntad que escoge...[3]”
Nos enfrentamos a problemas no menos graves cuando intentamos prescindir de la idea de Dios en relación con la ética. Si sólo somos el resultado de un azar evolutivo cualquier norma de conducta es pura convención. Incluso si admitimos (lo que parece plausible) en nuestras nociones morales una cierta genealogía biológica, ello no les conferiría un carácter sagrado. Podrían ser modificadas, en un futuro no lejano, del mismo modo que hacemos con cualquier otra circunstancia de nuestro entorno natural. Por lo demás, todos los intentos de fundar la moral sobre una racionalidad independiente de la existencia de Dios se han revelado vanos sin excepción. Si somos un accidente molecular, no existe ningún imperativo categórico; y si nuestra dignidad no procede de la dignidad original e irreductible de un Creador, no es más que palabras.
Quienes argumentan que no necesitan creer en Dios para hacer el bien, incurren en una radical confusión. La corriente principal del pensamiento cristiano siempre ha afirmado que Dios elige el bien, no que el bien sea meramente lo que Dios elige –como si hubiera podido decretar otros mandamientos distintos. (Ya lo sostuvo también Platón, en su Eutifrón.) Pero esto no significa que el bien sea algo diferente de Dios, algo realizable independientemente de Dios. Las buenas obras no lo son sólo porque Dios las ordene, pero sí porque en esencia consisten en acercar a la criatura humana al origen de toda bondad, que es Dios. El amor al prójimo es un reflejo del amor del Creador que nos ha dado la existencia. Sin el original, el reflejo no es siquiera pensable. El autodominio de las pasiones que preconizan el pensamiento clásico y el judeocristiano no es más que una mera disciplina gimnástica si ignoramos la condición espiritual (es decir, creatural) del hombre, un ser destinado a la eternidad.
El materialismo fracasará, aunque pueda cosechar victorias momentáneas y parciales. Nuestra sociedad se enfrenta a la amenaza de una forma de religiosidad bárbara. Pese a que los enemigos del cristianismo no desaprovechan la oportunidad de meterlo en el mismo saco del oscurantismo religioso, el islamismo podría tener el paradójico efecto contrario de llevarnos a redescubrir nuestras raíces espirituales, aunque sólo fuera en un principio como una forma de reacción identitaria defensiva. Cuando los cristianos son perseguidos y exterminados sin piedad en Oriente Medio y en África, los occidentales podemos seguir preocupándonos por la brecha de género y otras sandeces, o bien podemos resolvernos a decir de una vez por todas “yo soy cristiano” –lo que como mínimo supondría que volviéramos de nuevo a procrear, y no sería poca cosa, en aras de nuestra mera supervivencia biológica. Y si hemos de morir en el empeño, que sea por la Cruz, no por unas caricaturas de pésimo gusto.
[1] Francisco J. Contreras (ed.), El sentido de la libertad, Stella Maris, Barcelona, 2014, pág. 288.[2] Francisco J. Soler, Mitología materialista de la ciencia, Encuentro, Madrid, 2013, pág. 294.[3] G. W. Leibniz, Teodicea, Ed. Biblioteca Nueva., Madrid, 2014, pág. 131.