Publicado en el diario Hoy, 8 de abril de 2011
Nuestro actual sistema educativo público se asienta sobre dos principios de justicia insobornables. El primero de ellos -llamémosle principio de excelencia- posee como objetivo conseguir de cada alumno un óptimo grado de competencia. Un segundo principio -de sostenibilidad- intenta asegurar que todos y cada uno de los alumnos consigan cuando menos un nivel académico medio aceptable. De esta manera, el sistema logra -en la teoría- que aquellos alumnos que sobresalen puedan superarse individualmente, pero también propiciará que todos adquieran unas competencias básicas, independientemente de sus niveles de rendimiento. Estos dos principios deben darse al unísono, sin detrimento de uno sobre el otro. De esta forma hacemos posible que cada alumno consiga su propia excelencia; tanto aquellos que destacan académicamente como los que presentan dificultades, respetando así la diversidad y el trato individualizado. Si solo aplicásemos el principio de excelencia, estaríamos condenando a aquellos alumnos que por contingencias variadas se van quedando rezagados curso tras curso. Esto convertiría la escuela en una meritocracia clasista. Asimismo, si aplicásemos medidas que tan solo nos aseguraran unos mínimos aceptables para todos nuestros alumnos, estaríamos desaprovechando el talento y las ganas de aprender de aquellos que demandan más.
La búsqueda de un equilibrio razonable entre estos dos principios de justicia en el ámbito educativo han sido el caballo de batalla que ha traído por la calle de la amargura a todos los ministros de educación desde que entró en vigor la LOGSE. Se articularon numerosas medidas de atención a la diversidad que pretendían asegurar un nivel de competencia básico a la mayor parte de la población menor de 16 años, pero aún así las estadísticas se resisten a alegrarnos el día. No son pocos los docentes que comienzan a interpretan los problemas educativos como efecto natural de un modelo de enseñanza deficiente, que insiste en hacer compatible el principio de excelencia con el acceso global a una educación igualitaria. Los alumnos malos dificultan que aquellos que quieren estudiar puedan hacerlo. Mientras tanto, el profesorado debe atender a todos -eso dice la ley- a través de una atención individualizada, exigencia que se torna en vana utopía cuando se está a pie de aula. Esto hace que dentro y fuera del ámbito educativo es esté comenzando a cuestionar este modelo equitativo de educación, en favor de propuestas que demandan una mayor atención a los alumnos que sí desean estudiar y que no presentan conductas disruptivas; el respeto de la figura del profesor como autoridad legitimada por la ley (potestas) y no por la competencia profesional y la inteligencia emocional del docente (auctoritas); o la defensa del esfuerzo como valor primordial del buen estudiante. Estas demandas, tomadas aisladamente, parecen sensatas y aconsejables, pero necesariamente deben equilibrarse con un principio de sostenibilidad que asegure el derecho a una educación pública igualitaria.
Recientemente Esperanza Aguirre ha prometido a su electorado que, si gana las próximas autonómicas, pondrá en marcha medidas un "Bachillerato de Excelencia" para alumnos que hayan obtenido más de un 8 en ESO. La idea es crear un centro exclusivo para los alumnos "más exigentes". Por supuesto, promete incluir en este proyecto también a los mejores profesores, que recibirán por ello un aumento salarial. Aguirre esgrime en defensa de su proyecto que éste se asienta en la defensa de valores como la superación y el esfuerzo personales, tan denostados actualmente en la enseñanza pública. Esta propuesta responde a la tendencia actual, apoyada especialmente por las políticas del Partido Popular, de separar los dos principios inalienables en los que se asentaba hasta ahora la educación formal y, a la larga, de crear una enseñanza que segregue en función de los méritos.
Recuerdo haber sido un mal estudiante hasta los catorce años. El predominio del color rojo en mi libro de escolaridad lo confirma. Por entonces, era común y ético aplicar la ley del laissez faire en la escuela. El alumno que no se ponía al día era retirado al vagón de cola a la espera de que se le agotase el tiempo y pasase pronto a formar parte del mundo laboral o, con suerte, de la efepé. Esta estricta taxonomía excluía la remota posibilidad de que el profesor dedicase siquiera un escaso tiempo en sacar adelante a los alumnos rezagados o impertinentes. La naturaleza es sabia, no hay que desobedecerla; unos valen para estudiar y otros para zachar. Y para quien no quiere estudiar, palo y mano dura. Este era el catecismo de la escuela preconstitucional. Por suerte, a los menores que viven y disfrutan hoy de los favores de la democracia se les brinda la posibilidad de superarse y ser tratados como iguales y como diferentes, de conseguir un grado de excelencia en función de sus capacidades y actitudes personales, arbitrando todo tipo de medidas para que consigan, por un lado, lo máximo y, por el otro, un mínimo de competencias básicas con las que valerse por sí mismos. Y todo esto lo hacen juntos, en convivencia; bajos, altos, niños, niñas, miopes, hiperactivos, superdotados, disruptivos, todos. Abandonar la idea de una escuela igualitaria que respete las diferencias supondría con los años hacer claudicar a nuestros alumnos ante la injusticia laboral y los prejuicios sociales.
Ramón Besonías Román