Revista Opinión
Allá por los años 50 del siglo pasado se acuñó el concepto de ´exclusión social` para referirse a las personas que se quedaban fuera del mercado laboral y, por extensión, fuera de cualquier tipo de vida digna. El tema, muy americano, se propagó con rapidez y caló con con fuerza en esto que llamamos "Vieja Europa", donde las capas de población sin trabajo van en aumento.
La reciente y persistente crisis económica no ha hecho más que agravar la situación. Países como España soportan bolsas de pobreza enormes, casi la quinta parte de la población está en riesgo de exclusión, según datos de Cáritas. Por tanto, el problema es muy serio. No voy a hacer un análisis pormenorizado del tema puesto que no soy economista y tampoco sociólogo; pero sí quiero ofrecer mi punto de vista basado en mi propia exclusión.
Estoy en esa categoría desde hace diez años, ya casi no lo recuerdo y para hacerlo tengo que acudir a las oficinas de empleo donde gustosamente me indican el número de años que llevo en tal situación. Después de tanto tiempo uno se plantea numerosas cuestiones, la más inmediata hace referencia a la alimentación, ya se sabe, si estás en el primer peldaño de la pirámide de necesidades humanas, según la famosa escala de Maslow, tu objetivo principal y casi exclusivo es buscar alimento y refugio. Así se encuentran millones de personas en el mundo. Son lo que llamamos "sin techo", sin casa, sin hogar, sin pertenencias. En USA se los puede ver por la calle con un carrito de supermercado donde depositan sus escasa pertenencias. En España cada día hay más gente en situación parecida.
El Instituto Nacional de Estadística ofrece estupendos gráficos sobre este asunto, como la "tasa de riesgo de pobreza":
Bueno, el dato es del año de 2012; pero se puede actualizar fácilmente. Se ve que el grupo con mayor riesgo de exclusión está entre los 16 y los 29 años; pero los otros grupos arrojan cifras muy próximas. En realidad el problema afecta a cualquier edad, y por sexos es muy parecido.
La exclusión implica pobreza, sí, por supuesto, y también arrastra otras manifestaciones; por ejemplo, la relación directa entre exclusión y drogodependencias, exclusión y trastornos mentales, exclusión y delincuencia, exclusión y violencia, etc.
El excluido no solo se convierte en un producto de desecho, sino que acaba por ser víctima de una sociedad que enmascara el desinterés por el bienestar y la solidaridad con campañas y ayudas económicas de baja cuantía para lavar la conciencia de los políticos.
Además, el excluido, por el simple hecho de serlo, pasa a ser sospechoso de todo. Antes se nos llamaba maleantes, vagos, borrachos y cosas peores. Ahora se utilizan otros califacativos políticamente correctos; pero se nos somete a controles, inspecciones, vigilancia, se limita la libertad de movimientos, ya de por sí limitados por la propia realidad que nos envuelve. Estamos ante otra variante de la antropología del mal.
La exclusión social se extiende como una epidemia. Obedece a los mismos patrones. Es contagiosa. Yo diría que incluso se potencia en determinados lugares. Hay toda una ingeniería económica de la exclusión social. Curiosamente representa una fuente inestimable de creación de empleo. Gracias a este problema se crean infraestructuras administrativas en ayuntamientos, comunidades autónomas y ministerios, lo que conlleva contratar a miles de funcionarios. ¿Cual es su función?: Controlar al excluido. No se trata de resolver sus problemas, pues no pueden, sino de ejercer presión, husmear en la vida íntima de la persona, si es que tenemos vida íntima. ¿Y todo a cambio de qué? De ayudas miserables que difícilmente alcanzan para una mínima alimentación. En fin, habría mucho que decir sobre este asunto, y lo seguiremos diciendo y denunciando.
Así las cosas, muchos ciudadanos optan por desentenderse de tales servicios públicos y acuden directamente a la mendicidad. Es preferible reunir unas pocas monedas y tener la libertad de hacer lo que te de la gana, que someterse a los requerimientos de unas administraciones públicas que, en la práctica, son muy poco solidarias y cuyos funcionarios acaban viviendo de tus propias desgracias.
En fin, como decía antes, soy un excluido social, sé de lo que hablo puesto que lo vivo cada día. Conozco los graves desequilibrios sociales de primera mano y sé de las consecuencias catastróficas que conlleva para uno estar en esta situación en los ámbitos físico y psicológico.
Claro, a la larga algunos desarrollamos una suerte de estrategias de supervivencia que curiosamente nos hace ascender hasta el último escalón de esa pirámide antes mencionada. Sí, podemos llegar a la autorrealización y el desarrollo de una visión contemplativa del mundo exclusiva y total. Estás en el mundo pero fuera del mundo y ves lo que te rodea con cierto grado de humor e incluso compasión. Primero sientes en propias carnes el sufrimiento y las injusticias, más tardes lo asumes y desarrollas empatía y una cierta sabiduría que te permiten caminar sin mirar atrás, tampoco adelante, tampoco te ufanas en la desgracia, tampoco buscas la libertad porque ya eres libre, tampoco deseas nada en especial ni buscas nada en concreto. Lo has dejado todo atrás y vives el presente sin pronunciamientos ni reflexiones de gran calado. Acabas por convertirte en un anacoreta mendicante cristiano, o hindú, o budista, o sufí,... Entras en la dimensión mística de la conciencia. Ya no estás aquí y, por tanto, nada puede afectarte.En ciertos momentos dejas el pensamiento atrás y entonces, solo entonces, surge la Divinidad en todo su esplendor.