Me encantó la definición que una cronista política dio el pasado lunes a la fallida moción de
censura que nos ha ocupado esta semana. Exótica, la llamó. Imaginé a sus señorías entre
palmeras y orquídeas, sesteando despreocupados en la hamaca. El presidente, en bañador,
apura su daiquiri bien fresquito y se dirige, pachorriento, a responder a Tamames, ataviado
con camisa floral, cholas de playa y calcetines blancos. Pintoresco, pero irreal. La periodista
aludía a la otra definición de la Real Academia Española: Extraño, chocante, extravagante.
Así es. El debate parlamentario sólo motiva a un puñado de nostálgicos, periodistas y políticos
en su mayoría, y la legislatura se nos va entre decretos-leyes, de los que se está abusando para
evitar rendir cuentas donde procede, guerrillas por la renovación del Constitucional y una
ristra de comisiones de investigación. La política aburre tanto y está tan alejada de la realidad,
que solo se atrae la atención del elector con exotismos como rescatar del olvido al economista
Ramón Tamames, de izquierdas y encarcelado durante la dictadura, a quien generaciones de
españoles desconocen -los mismos que desconocen al Quevedo originario, no nos rasguemos
las vestiduras-, y presentarlo a Presidente con el aval de Vox. Toca, se ve, usar las instituciones
como propaganda. Inservible, diría yo, que en unos días es Semana Santa y se habrá olvidado.
Nos quedará un nuevo episodio de desprestigio y mal uso de las instituciones.
Regulada en los artículos 113 y 114 de nuestra Carta Magna y en los artículos 175 a 179 del
Reglamento del Congreso, la moción de censura se inspira en el sistema de la Ley Fundamental
de Bonn de 1967 para regular la retirada de la confianza del Parlamento al Gobierno, en una
República Federal Alemana que trataba de dejar atrás el nazismo. Es indispensable identificar
un candidato alternativo, que defenderá su programa avalado por un destacado número de
parlamentarios (35 de 350), y sólo podrá prosperar de contar con una sólida mayoría dispuesta
a derribar al gobierno. Nuestra Constitución de 1978, que partía de la necesidad de fortalecer
las instituciones, asume nociones de la francesa de 1958 y de la portuguesa de 1976, que se
refuerza con la exigencia de mayoría absoluta. El sistema se trasladó a las entidades locales y
los parlamentos autonómicos, y su uso es verdaderamente infrecuente. Hasta ahora.
No es, en consecuencia, un medio para promover el debate político -para eso están Las Cortes
en su funcionamiento normal-, ni un teatrillo para que los partidos llamen la atención de la
ciudadanía, ni muchísimo menos servir de pistoletazo de precampaña a mayor gloria del
presidente, que se pegó casi tres horas de turra, reforzadas luego por otra hora de loas de la
vicepresidenta Díaz, notablemente distanciada ya de la formación política que la aupó a tal
condición. Lejos de visibilizar una alternativa factible a nada, Vox solo ha evidenciado lo que
muchos ya sabíamos: No son el cambio que necesita España y no parecen tener idea de lo que
harían en el supuesto de que llegaran al poder. Un programa político es mucho más que
blandir la bandera de España y soltar cuatro soflamas concebidas para movilizar a los
descontentos, en un pleno que ha proporcionado al Gobierno un vehículo para su lucimiento,
apenas arañado por un discurso torpemente filtrado una semana antes de pronunciarse.
Doy la razón en algunas cosas a un Tamames bastante más lúcido que muchos. Su réplica del
miércoles fue interesante, con varias verdades muy dolorosas y un vaticinio: "Se está creando
una situación de amigo-enemigo, las dos Españas otra vez, las del 36 incluso". Llegó a decir que
no esperaba un mitin preparatorio de las elecciones, que Sánchez abandonó felicísimo, por
cierto, y eso que era el censurado. Dejó hasta una afirmación para la historia: "O se cambia el
reglamento de la Cámara o que el presidente seleccione los temas de los que hablará, para
que no nos muramos con tres días de discursos". Exótico, ¿verdad?