Antes de nada, es necesario y hasta evidente, consolidar el punto equidistante que permita traer a la mente la noción de una comprensión justa sobre los temas que hacen posible el deliberado señalamiento y extrañamiento de considerar el poemario de Zeuxis Vargas, “Las cosas que aprendí” como un libro de versos que inicia un tono confesional y una expresión original de lo poético desde una ruptura contra otras formas de exponer y dejar al descubierto la intimidad o la soledad.
La existencia, en este caso, de un estilo denominado como poesía de la autopsia, no sólo cuenta con una expresividad que tiende hacia lo estético y lo psicológico, sino que se derrumba tumultuosa y con esmero hacia un grito, hacia un accionar premeditadamente confesional y desarraigado que sentencia y significa, que restaura, que rescata de lo invisible la silueta, la mera cintura, los bordes donde los labios de toda la verdad descansan su confidencialidad.La poesía de la autopsia sobreviene de una
historia provincial anclada a los estruendos de la violencia que sacudió en una
época a un país. No se trata de un poeta
orillado sino de alguien que como dice en el poema Contra corriente,
naufraga:
Como un salmón,
Aterrado de la
corriente
Que —lo— empuja entre los días.
La poética de la
autopsia está más cercana al testimonio ingerido, al vivir indigestado. La mitad de los
poemas de “Las cosas que aprendí”
solicitan un arreglo de cuentas con la biografía. Son las señales de restitución
que confiere el poeta para poder darle la vitalidad necesaria a esa voz autobiográfica
que pondrá en tela de juicio la misma existencia.
El registro poético
se convierte en un bisturí que pone sobre la mesa de disección al poeta, se
sirve como instrumento y en esa medida pasa a mirar desde afuera la propia
angustia y conciencia.
Se puede partir por
significar que la poesía de la autopsia es aquella que hace posible al autor
tener la capacidad de, en ese padecimiento, de aferrarse a una Prosopopeya, ese
—conferir de máscara o rostro[1]—,
logra en cada poema poner una nuevo estilo para cada una de las azarosas,
intempestivas e irregulares formas de vivirse ante el mundo o ante la realidad.
Sólo de esta manera se logra la exotopía, el
mirarse desde afuera, porque lo que se
limita a mirar es al ser del lenguaje poético, a esa voz que se busca, que
consolida una manera de comunicarse con lo inaudito.
“Aprender a vivir,
enseñarse a vivir”[2]
es la confesión, el duelo, la deuda y al mismo tiempo el lenguaje de la
restauración[3].
“Esta manera de interpretar la historia del
aprendizaje nos conduce a leer los
poemas (…) como el encuadre de una subjetividad, entendida como ese sistema
organizado de símbolos que aspiran a abarcar la totalidad de una experiencia, de
animarla y darle sentido”[4]
Las piezas que integran el poemario demuestran
un momento, un hecho, esa acción que se traslapa al instante y al devenir y que
se absuelve por su misma conciencia. De hecho, los arrojamientos de imágenes y
versículos son un trasegar por pasados, por presentes o futuros que han sido
medidos, pesados, valorados con el ojo de quien se ha pasado una vida buscando
explicaciones más precisas a su resistencia. De ahí que el libro constituya una serie de viaje, una especie de
exploración hacia los más hondos estratos del abismo humano. La conciencia se
suelta y se compacta en sí misma como una runa, como un detonante y también
como un Uróboros acéfalo en la misma representación de un ello que trasmuta
constantemente hacia un yo o un uno o un ustedes. Los pronombres persiguen tan
sólo una comunicación furtiva y secreta. Señalador
mismo de su historia, de lo que lo constituye su confesión como poema, como
expresión poética de una existencia el poeta se desaparecer en su registro en
su ser del lenguaje que lo disecciona y lo salva.
La poética de Zeuxis Vargas elige el acaecimiento
en el que estamos enredados como la demostración del vacío. Y reconoce en el
lector a un cómplice que se ahoga en esa misa lectura de series de
acontecimientos inefables, de verdades que aturden hasta ser toda la
existencia. Los poemas de la autopsia
siempre necesitan de un receptor, de un hermano, de un confidente.
Cuando el poeta ya liberado de su dolor de
decir, se entrega a desovillar la pesadez del mundo, la pesquisa la inicia en el
origen de sus primeros rezos, obliga al hombre a ser un sujeto histórico
anclado a su propia limitación.
Cuando dice:
“Estás hecho de
fronteras
De pequeños inicios
parecidos al fuego”
Habla de lugar de origen y el poeta de la
autopsia se designa, se revela y, sin embargo, también se advierte, conjura lo
que se vivirá como si todo ya hubiese sido, como si la mera vida fuera una
repetición constante de una derrota, de un asombro o de cualquier puñetazo
venido del azar.
En un poema su confesión llega a romper las
fibras con el sólo propósito de igualar soledades. Cuando dice:
“La noche tiene
prisa como tu vida”
Denuncia y en resistencia a esa profanación se
auxilia del verso para capitular que sobrevivirse como sujeto que se devela a
sí mismo, sólo permite una pequeña salida en el epitafio, creer en la poesía es
una forma de reconciliarse con el absurdo.
La crítica del poeta, al ser confesional, al
hablar de un existir en el mundo no se aquilata en el devenir mismo de la
historia, sino que en su interpretación de lo sucesivo entrevé una evolución
entregada al más consciente pesimismo.
El poeta de pronto abre los ojos con una
sentencia abrumadora, con una noticia a deshoras:
“Tanto esfuerzo de
la naturaleza para crear un mausoleo.”
Y más allá de la loza, de ese pequeño lote a la
deriva que establece lo lapidario, el registro de la autobiografía comienza su levantamiento.
Saber que la verdadera sentencia es la afirmación de una nada insondable que
nos espera, que ese no perdurar, ese polvo, esa manifestación sagrada de lo
mortal puede ser moldeada a nuestra imagen y semejanza es en lo que concentra
todas sus energías, su pesquisa fundamental.
Cada verso es la parte más pequeña, pero a la
vez más rítmica, audible, plástica y visible de ese gran espejo de prácticas intrínsecas
que el desolado humano hace sobre la temporalidad. Asombrarse es ya existir.
Sin pretenderlo su poética toma un giro
decisivo ante el estremecimiento que causa el horror de vivir para morir. La
voz que se auto registra se ramifica y crea su propia cosmovisión, su propia
referencia confesional y en esta medida la exploración clausura el juego
postmoderno de la fragmentación del sujeto. En la poesía de la autopsia hay una
búsqueda de identificación, de singularidad y de huida que connota la suerte de
un testimonio.
Este esquema dará como resultado el
allanamiento a la voz del viajero reflexivo que desnuda su originalidad y su
merodeamiento en lo intempestivo.
El viajero como alguien que va dejando registro
sonoro y visual de ese trasegar entre ruinas. El mirar hacia atrás entonces se
hace hacia lo que se abandona, hacia lo más difícil.
En poemas como “El viajero”, “Impresiones de una Suramérica imaginada”, “Las cosas que
aprendí”, “Lo intempestivo” y “Lo que el ojo dejó atrás” no hay un alguien
que testifica o que denuncia, lo que hay es una voz que se somete a describirse
a sí misma con desgarramiento absoluto como lo hace el registro poético de “Desollando el llanto”, donde el
enervado y compungido se pone en el
oficio de sacarse las entrañas.
En El
viajero, el poeta afirma su visión desde el lar, ese territorio que como su
cuerpo, le basta para decir que no se conoce nada.[5]
Cuando dice que:
“Toda ruta
Me deja siempre en
la entrada de la infancia”
Instituye el lugar de su perspectiva ese locus perdido
en el tiempo y que hace posible el descubrir. Pero esa infancia no es una
infancia dada a la felicidad total; aunque edénica en suma, en ella reverbera y
se cocina lo más violento de una cultura. Por ello la poesía de la autopsia es
un corte profundo a la raíz de asombro, pero también del miedo. Los solares, la reminiscencia al carácter o la
belleza de su madre, los juegos infantiles, los rezos y el miedo que sostenían
los niños ante los constates hostigamientos o los cadáveres y los espantos que
son meros discursos establecidos en las noches para crearle un universo diverso
al habitante de los pueblos, es lo que va poniendo aquí y allá los objetos
posibles de la remembranza y la auscultación.
La autopsia comienza su desmembramiento en el
mismo “patio inofensivo, / en el solar
donde pastan / los primeros rumores de la soledad, /y tal vez, también, algún
día, / las últimas pretensiones del camino.”
Cuando aborda
su errancia, la bitácora lírica que logra es un desmenuzar de clarividencias
que somete a la comparación, así, su viaje por los países andinos no será
solamente una indicación de la ruina y la pobreza sino también de la ingenuidad
y la inocencia, patrón constitutivo de los juegos que posibilitan su regreso a
la infancia.
Aunque sus poemas de viajes están saturados de
una imputación directa de los desequilibrios que deja al descubierto el
paisaje, su voz excava en los vericuetos de aquello, que transparente, produce el
juego de los niños en medio del desierto.
Su aprendizaje, su regreso a esa ilustración en
sí mismo deja en claro que el libro es un diario de disección crítico y onírico
de las más profundas expectativas y acaecimientos.
Todos los poemas son una búsqueda de convencimientos,
el poeta sabe que:
Las cosas nos
excavan
Nos sacan la triste
noticia de los huesos
Y que tras hecha la exhumación no queda otra
cosa que el vacío.
El poema pasa a ser una pieza invaluable para
demostrar que vivir es como:
Desplomarse sobre el
aire y llenar un ruido
El poeta de la autopsia comienza a así su
iniciación, su suerte de cansancio y extrema limadura sobre las escapulas.
El oficio consiste en desollar el llanto. En insistir
“ante la inclemencia de la cotidianidad”
para solo lograr “relaciones con lo
improbable” y así poder romper los limites.
Un detalle importante de este primer poemario
que inaugura el ciclo de la iniciación en la poesía de la autopsia se inscribe
en el segmento de los tres últimos poemas. Escribir,
Mi poesía y Presencia de la despedida son el artilugio más cercano a un
mandamiento.
Los tres poemas buscan cerrar y hacer del
poemario un libro redondo que nace y se cierra sin que le sobre nada. Al
sentenciar que después de tanto inventario sólo le queda escribir para poder
aparecer entre las cosas, lo hace porque reconoce que por más verosimilitud que
halla en una confesión y sobre todo en un esquema lírico de autopsia como el
que se llega a tener en un registro poético como este:
Algún día
La zozobra —le— llegará
Con todas sus
demandas a —cobrarle—
Heredero de Robert Lowell y Héctor Rojas Herazo,
la poesía de Zeuxis Vargas sabe que:
A veces,
La autopsia se hace
en carne viva.
Sea quizás esto el mejor exordio para fundirse
con sus poemas.
En el diván no hay un poeta, sólo una voz que
nos mira desde la punta del bisturí.
[1] Bajtin citado por Amalia Rodríguez Monroy en La poética del nombre en el registro de la autobiografía [2] Esto es lo que tradicionalmente se ha llamado “confesión”: La poética del nombre en el registro de la autobiografía, Amalia Rodríguez Monroy citando a Lacan [3] El trabajo de duelo, al mismo tiempo que un lenguaje de restauración es la deuda como herencia es lo que denota Amalia Rodríguez Monroy siguiendo (afirma en su análisis de registro autobiográfico de Lowell) a Derrida. [4] Lacan 1893b:68 [5] Esta sentencia se encuentra en el poema “Ansias de huir”