Hay experiencias en la vida que petrifican, o anquilosan –aunque por unos instantes- lo que hasta el presente habíamos vivido y habíamos sido. Son experiencias que desnudan cuanto tenemos y nos ponen ante el misterio de las cosas, y de cuanto nos rodea. Son experiencias que nos retiran de la historia, con todas sus preocupaciones y quehaceres, para recordarnos que, al final, volveremos al momento de inicio. Un enamoramiento prematuro, un baño oceánico en la noche, dos cuerpos que se creen solos en el Universo, alguien que se extravía del camino y ya sólo puede aguardar, pueden generar este tipo de encuentros ancestrales. Por ellos, en todo caso, salimos reforzados, con más fuerza para afrontar la pesadumbre del yo y de sus vaivenes. Con la entereza suficiente para saber que hay más al otro lado.
“En el desierto no se encuentran estrategias concretas para conseguir lo que tanto deseamos. Ahí no funcionan los planes de trabajo, las líneas de futuro, las programaciones con objetivos… Nada de eso. Al desierto se acude precisamente para separarse de las palabras y aparcar los trabajos, para alejarse del rendimiento y de la productividad. Ahí no hay nada que hacer, sólo ser. Es el desierto mismo el que va haciendo en nosotros el trabajo propio de este lugar, casi siempre por medio del viento, que nos lo va arrancando todo. Tienes mucho todavía, no tienes idea de lo que el desierto te puede llegar a quitar. Hasta el consuelo de la palabra desiertodebe desaparecer para entrar a fondo en el significado de esta experiencia de desnudez.” (Pablo d´Ors, Biografía de la luz)