· Título original: Atonement
· Saga: libro único
· Autor: Ian McEwan
· Traductor: Jaime Zulaika
· Editorial: Anagrama
· Fecha de publicación: septiembre 2002
· Páginas: 446
· Precio: 11,90 €
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· Sinopsis:
En la gran casa de campo de la familia Tallis, la madre se ha encerrado en su habitación con migraña y el señor Tallis, un importante funcionario, está, como casi siempre, en Londres. Briony, la hija menor, de trece años, desesperada por ser adulta y ya herida por la literatura, ha escrito una obra de teatro para agasajar a su hermano Leon, que ha terminado sus exámenes en la universidad y hoy vuelve a casa con un amigo. Cecilia, la mayor de los Tallis, también ha regresado hace unos días de Cambridge, donde no ha obtenido las altas notas que esperaba. Quien sí lo ha hecho, en cambio, es Robbie Turner, el brillante hijo de la criada de los Tallis y protegido de la familia, que paga sus estudios. Es el día más caluroso del verano de 1935 y las vidas de los habitantes de la mansión parecen deslizarse, como la novela, con apacible elegancia. Pero si el lector ha aguzado el oído, ya habrá percibido unas sutiles notas disonantes y comienza a esperar el instante en que el gusano que habita en la deliciosa manzana asome la cabeza. ¿Por dónde lo hará? Hay una curiosa tensión entre Cecilia y Robbie. Otra situación potencialmente peligrosa es la de la hermana de la señora Tallis: ha abandonado a su marido, se ha marchado a París con otro hombre y ha enviado a su hija Lola, una quinceañera, sabia y seductora, a casa de sus tíos. Y la ferozmente imaginativa Briony ve a Cecilia que sale empapada de una fuente, vestida solamente con su ropa interior, mientras Robbie la mira...
«Obra maestra.» (Ricardo Ruiz, La Razón)
«Llega al cénit de su creatividad.» (Antonio Lozano, Qué Leer)
«La síntesis magistral de verdad y poesía, de emoción e intelecto, que tienen las grandes novelas de todos los tiempos.» (Andrés Ibáñez, El País)
«Su obra más destacada.» (José Antonio Gurpegui, El Mundo)
· Puntuación: ★★★★★ (5/5)
· Mi opinión:
Todo lo que tenían descansaba en unos pocos minutos, años atrás, en una biblioteca.
Años atrás vi la adaptación cinematográfica de Expiación. Sabía que existía el libro; sin embargo, nunca sentí un interés especial por él hasta que oí a Lorena, del blog y canal Pink Hummingbird, hablar de él. Creo que nunca podré agradecérselo suficientemente.
Expiación es uno de esos libros que poco a poco te rompen el corazón y te roban el aliento, de esos que se meten bajo la piel para que los sientas más, y que, a pesar de que pueden llegar a doler, no quieres dejar de lado. He bebido de la maravillosa prosa de Ian McEwan y me he enamorado de sus personajes incluso cuando quería sentirme enfadada con ellos. McEwan es capaz de una sensibilidad especial, llena de detalles, y, a la vez, retratar una escena que encoja el corazón y te cree un nudo en el estómago.
Hay algo que he disfrutado especialmente de esta novela y ha sido cómo McEwan narra la primera parte de la historia, que además representa el volumen principal del libro. Esta primera parte transcurre en el día más caluroso del verano de 1935 en la mansión de la familia Tallis y nos será relatado desde el punto de vista de varios personajes. De esto modo, podremos vivir una misma escena desde tres o cuatro perspectivas diferentes, y comprobar como la realidad cambia radicalmente según quien la experimenta.
Puedo afirmar sin miedo a equivocarme que Expiación es el mejor libro que he leído en lo que llevamos de 2015 y, sin duda alguna, se ha colado (en mi corazoncito y) en mi lista de libros favoritos. Por favor, dadle una oportunidad. No os decepcionará.
Susurró el nombre de él con la parsimonia de un niño que ensaya sonidos distintos. Cuando él respondió pronunciando el nombre de ella, sonó como una palabra nueva: las sílabas eran las mismas, pero el sentido era diferente. Por último, él dijo las dos sencillas palabras que ni el arte malo ni la mala fe pueden abaratar del todo. Ella las repitió, con exactamente el mismo leve énfasis en la primera palabra, como si ella fuese la primera en decirlas. Él no tenía creencias religiosas, pero era imposible no pensar que había una presencia o un testigo invisibles en la habitación, y que aquellas palabras pronunciadas en voz alta eran como las firmas de un contrato inmaterial.