Revista Opinión

Exploradores del aire

Publicado el 08 julio 2018 por Ydelgado

La Plaza de Santa Ana fue donde aprendí a saltar a la soga, eché millo a las palomas, jugué a la rayuela, al elástico y a las tabas. La Plaza de Santa Ana fue el lugar donde aprendí a volar. Allí conocí a mi primer amigo. El primer amigo al que traicioné.

Mis pies planos, poco aplicados en el pisar, empezaban a tomar conciencia de aquellos días que olían a limpio, como las sábanas blancas que oreaba el viento en la azotea de mi casa. La vida sucedía por vez primera. No había recuerdos que guardar, la palabra mañana quedaba siempre lejos. "¿Cuándo es mañana?", preguntaba. Pero mi curiosidad no iba más allá del presente, caleidoscópico, inabarcable, abierto a las sorpresas. Era tan nueva, la vida.

Ya, desde entonces, podía intuirse cierta terquedad en el carácter de la niña que sigue conmigo. Y que pese a los años grabados en mi hoy, cuando siento que las horas se van acortando, "cuando el tiempo nos alcanza", escribió Cernuda; y me apremio inútilmente en recomponer jirones de biografía que me rompieron, esa niña testaruda, impulsiva, con el andar trastabillante de un conquistador de cinco años, confía en que aún será posible agarrar la dicha de la mano y huir hacia los parajes exóticos del país de Érase una vez. Me alegra que no se haya largado. Ella, la niñez, lo único que me salva cuando me extravío de mí.

La Plaza de Santa Ana fue mi primer aeródromo, donde aprendí a volar sin tener en cuenta el destino. Por sí misma, la magia del vuelo provocaba una emoción palpitante. Con el cuerpo encabritado y el corazón borracho de velocidad, mi primer amigo y yo trazábamos órbitas invisibles bajo un firmamento cambiante, traicionero, mudando el color siempre.

Eran días de siroco o calima, nubes de arena venidas del Sájara. El Sáhara estaba en un lugar de África, al otro lado del mar. África era la aventura de la sed. La sed se bebía del fondo de un pozo, se calmaba bajo la sombra de los palmerales. Hasta allí llegaban los valientes, los bereberes y los tres Magos. El Sáhara tenía montañas más altas que las de Maspalomas. En lenta caravana, camellos y dromedarios arrastraban sus pezuñas por colinas abrasantes, torneadas con barro de océano, siglos de paciencia y viento. Cabalgaban hacia el infinito dibujado en la línea del horizonte, rumiando silencios, esperaban. Tras la promesa del ocaso, el descanso; la hora en que encendían la luna.

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