Revista Espiritualidad

Extraído del libro: “La Entrevista”, del Sacerdote Mario Mazzoleni.

Por El Despertar Sai @ELDESPERTARSAI

"Castidad, celibato y la mujer"

El día después de mi llegada, contraje una fiebre terrible. Había sido colocado con cuatro jóvenes extranjeros en una de las tantas habitaciones nuevas construidas después de mi primer viaje. Esta vez había venido con un grupo de la organización italiana, en el que también se encontraba el presidente de los centros Sathya Sai Baba de Italia. Éste estaba siempre en contacto con Baba porque no sólo tenía el privilegio de un lugar reservado en la galería del templo, sino que venía con frecuencia, convocado por Baba, para todas las cuestiones concernientes a la organización.

Yacía en cama, esperando que la fiebre me dejara participar al menos de los darshans. Único momento tan deseado. Estaba finalizando la mañana cuando vino a mi cuarto el presidente de los centros italianos. Me dijo que Baba me recibiría esa tarde: "ve a avisar al catholic priest (cura católico) que hoy quiero verlo". En un primer momento, conociendo el temperamento chistoso del presidente, pensé que era una broma inventada para sacar dramatismo a mi malestar; pero después, vista su insistencia en decirme que era cierto, y como también relataba detalles del modo con que Baba se lo había dicho, le creí. Pienso que en ese instante perdí toda conciencia de que tenía fiebre, y adquirí otra fiebre, la de la espera ansiosa del darshan de la tarde.

Puntualmente, a las cuatro, Baba salió de su habitación y vino hacia la multitud de personas sentadas en el suelo. Cuando hubo terminado su recorrido, vi que el presidente nos hacía seña de lejos para llamamos. El grupo que integrábamos corrió hacia la galería.

La sala de audiencias estaba repleta de personas, no todas eran italianas. Yo me había sentado en un rincón, con la espalda apoyada en la pared, casi para no ser visto. Cuando Baba entró y se fue a sentar en su sillón realzado, dirigió inmediatamente la mirada hacia mí, diciéndome que me acercara. Volteó la palma de la mano tres o cuatro veces, y de allí salió un brazalete dorado con la letra sánscrita impresa "Om". Era de metal macizo y reluciente; así, lo blandeó con las dos manos, me lo acercó, lo colocó en mi muñeca derecha y lo cerró. Después se dirigió hacia dos de sus estudiantes y les dijo: «Ven, ése es como un disidente ruso, pero lo es por la Iglesia. Lo han expulsado por su fe en Mí».

Los dos estudiantes escuchaban atentamente cuanto Baba les decía, alternando la mirada entre Él y yo. El resto del discurso que les dio no lo entendí, porque fue totalmente en telugu, una dulcísima lengua de la India que parece construida únicamente con las vocales "a" y "u" y las consonantes labiales y palatales.

En un momento, observándome, sólo dijo: «Churchill». Los pre-sentes se miraron unos a otros para interpretar el significado de ese nombre. A mí, de inmediato me pasó por la cabeza el estadista inglés, pero no entendía qué tenía que ver con mi historia. Hubo quien hasta pensó desconsideradamente que yo podía ser la reencarnación del político, lo que no me enorgullecía para nada. Después Baba escandió claramente: «¡Church-ill, church-ill!». Expresión que no sabría traducir de otro modo que: "Contrastes, adversidades en la Iglesia".

Luego fue el turno del grupo, al que Baba dedicó numerosas atenciones. Llamó a un niño cerca de sí y le hizo ver cómo de su mano se formaba un lingam. A una muchacha le creó en un abrir y cerrar de ojos un reloj en perfecta sintonía con la moda del momento. A una enferma le devolvió una cajita de plata vacía, agrandando sus dimensiones y llenándola de víbbutí. Y siguió con esta tarea. Nunca como en esa ocasión había visto tantas materializaciones, y me preguntaba si podría considerarse un simple mago que repartía gratuitamente y por puro amor, trayendo de la nada, objetos preciosísimos de oro, plata y diamantes. Fue una media hora que voló como el viento, pero también pareció eterna, como hubiéramos querido que fuera. Al final, después de algunas exhortaciones morales y espirituales, se levantó de golpe del sillón, y despidió a todos. A mí, en cambio, me dijo que esperara.

Me acompañó a otra sala contigua y me hizo acomodar a su lado. «Acá estoy, Baba. Tu 'priest' falló en su empresa.»

Un nudo me cerraba la garganta. Baba, al verme tan abatido, me tomó ambas manos en las suyas y me acercó a su pecho. Instintivamente apoyé mi cabeza sobre su hombro, y Él me abrazó con suavidad, mientras ahogaba los sollozos.

«No, no. ¡No hay motivo para llorar!... ¡Sé fuerte!»

Me recompuse. Después Él agregó: «Pero tú, francamente, ¿qué esperabas?»

«Esperaba que en las altas esferas de la Iglesia se prestara atención a mi experiencia y...»

«Te han escuchado, ¿no? ¿Crees que habrías procedido de otro modo en su lugar?»

«¡Oh, no! Si pienso en lo obtuso que yo era antes de conocerte, podría también entender a ellos. ¿Sabes que me viniste a la mente mientras hablaba con el cardenal?»

«¿Te fui a la mente? Pero si estaba allá, en el silloncito de la izquierda que habías dejado libre para ocupar el de la derecha; tú deseabas verme. También yo estaba en el cardenal que, escéptico y preocupado, te escuchaba, en ti que hablabas y en cada intersticio etéreo que circundaba el espacio en el que se

encontraban.»

«Ahora comprendo por qué mostraba tanta tranquilidad y yo no estaba mínimamente turbado.»

«Hoy más que nunca debes olvidar las preocupaciones. El mundo es un tablero y tú eres una entre las tantas fichas de los infinitos partidos que en él se pueden jugar. ¿Pensabas provocar un jaque mate desde tu posición? El juego está en una Mano Omnisciente. Déjate conducir, mover, "comer". Deja al Jugador la tarea y el honor del partido, y gozarás eterna beatitud. La Iglesia que te ha rechazado también es Mía: Mía es su política, Mía es su doctrina, aun cuando no te agrade. Allá adentro hay buenos e inicuos; todos un día se unirán en un único centro de gloria. Te aseguro que los Cielos retumbarán en un majestuoso "Om" universal. Pero aún los tiempos no han madurado, aunque están muy cerca. El tiempo es de Dios. El Tiempo es Dios. Proceder con el propósito de esperar un resultado siempre arrastra consigo dolor. Pero el que esté libre del deseo del resultado será como un velero con el viento en popa, en un mar en perenne bonanza.»

Me embargó una profunda emoción, tan consoladoras eran sus palabras. Mi fantasía galopaba y ya me imaginaba al papa sacándose la capa roja de la espalda para colocada a sus pies... De más está decir que me figuraba la escena para ser su espectador ante litteram (en primera fila).

«¿Tendré el placer, Baba, de ver alguna prueba de esos tiempos?»

«Si buscas ese "placer", se alejará de ti; si no lo ansías, tendrás aun unos más grandes.»

Fingió darse cuenta de que en la muñeca derecha tenía algo nuevo, lo miró estirando el cuello y, con un divertido gesto de autocomp1acencia, me preguntó: «¿Te gusta?»

«¡Oh, sí, Baba! ¡Es estupendo!»

«Es de oro, ¿sabes?»

Callé, pensando que, por un pequeño lapsus de la lengua ingle-sa, se había escapado el término "gold" en lugar de "golden". En el primer caso, efectivamente, significaba que se trataba de un objeto de oro macizo; si hubiera usado el segundo término, habría signifi-cado que se trataba de un brazalete dorado. Mi silencio se debía al hecho de que ya había visto otros brazaletes similares, que Él había creado y que inicialmente eran recubiertos de una placa de oro, que después se desvanecía con el tiempo. Y así sucedió también con el mío, que sin embargo se hizo de un color argénteo muy brillante. Pero ignoraba lo que aprendería cuando más tarde leyera la autobiografía de Kasturi, biógrafo de Baba. El autor, en su Loving God (Amando a Dios) afirma que Baba materializa con

frecuencia objetos constituidos por una fusión de cinco metales, entre los que también hay oro, que simbolizan los cinco elementos base de la naturaleza: éter, aire, fuego, agua y tierra. Kasturi define esta amalgama "oro Sai". Entendí, entonces, que Baba no había cometido error alguno cuando dijo: "Es de oro": es su aleación.

«Mi tarea de entrevistarte parecería haberse agotado», agregué alentado por su humorismo.

«No, para nada. Hay una Iglesia mucho más grande a la que debes llevar los contenidos de todas las entrevistas que has tenido y que tendrás de Mí. Siempre digo que Mi vida es mi mensaje, y Mi mensaje necesita mensajeros; pero recuerda que tu reportaje será tanto más fiel cuanto más fiel a Mis palabras seas tú, en tu vida con-creta. Vuestra vida, en efecto, es un mensaje, es Mi mensaje. No me sirve la publicidad. Lo que quiero es únicamente vuestro ejemplo.»

«¡Una linda responsabilidad!»

«Hablar es demasiado fácil, y hoy son demasiados los que se conforman echando humo a los ojos de otros con ríos de palabras no sostenidas por un comportamiento adecuado. La gente que se vanagloria de pertenecer a esta o aquella clase, a esta o aquella religión, debería poner en práctica las verdades que esa particular clase o religión expresa. Se realizan muchos discursos hoy, las palabras vuelan, pero la acción va despacio. No creas en la filosofía o en la espiritualidad expresada sólo con palabras. La espiritualidad tiene que ser practicada. ¡Es mejor practicar una sola doctrina que predicar cien de ellas! ¡Cuántas veces tú mismo has hablado de Cristo y de su evangelio desde los púlpitos de muchas iglesias sin antes tener cuidado de practicar lo que enseñabas...!»

Sus palabras eran de una claridad y transparencia inconfundibles. No me sentía ofendido por su reproche, porque era hecho con una dulcísima sonrisa, mientras me pellizcaba de manera amigable la mejilla. Pero lo que decía era terriblemente verdadero: era un error muy común de los curas "predicar bien y escarbar mal". Y cierto es que yo no era la excepción. Dios sólo sabe cuántas veces, en el ejercicio de mis funciones sacerdotales, pasaba por una crisis de saturación de palabras, y estaba tentado de eliminar la homilía del repertorio ceremonial del domingo. A decir verdad, una vez probé hacerla, pero obtuve como resultado que los oyentes habituales un poco se alegraron por la brevedad de la función y otro poco me condenaron por una decisión considerada rebelde. Si un cura entra en crisis, tiene que hacer creer de todos modos que para él no existen problemas de conciencia. A él no le es consentido equivocarse o ser "humano". Y eso yo lo había olvidado.

«Baba, hay algo muy personal que debo confiarte», le dije olvi-dando por un instante con quien hablaba. «Hace años, en una entrevista contigo, y precisamente en la última, me hablaste de una mujer. Yo me había quedado muy sorprendido por tu alusión, que en ese tiempo nada tenía que ver con la realidad, y bien, he conocido...»

«...¡Pero cierto! Lo sé, lo sé, lo sé. La mujer que has conocido será tu mujer. Un día volverán acá juntos. Ya le he anunciado que les daré el "sacramento". Será tu compañera ideal y juntos podrán caminar libres por la senda de la perfección.»

«Estoy muy confundido y turbado por lo que me dices, Baba. Creo que el matrimonio, aunque ya esté yo libre de todo vinculo eclesiástico, me hará retroceder en la vía espiritual, y que es un ni-vel inferior al estado sacerdotal que ya había adquirido.»

«Eso desde tu óptica, ¡una óptica horizontal y humana! Los hom-bres, y más los eclesiásticos, están convencidos de que la vía del celibato, así como lo entiende actualmente la mayor parte de los que lo profesan, es indispensable para vivir con perfección el estado sacerdotal. Pero detrás de esta convicción se esconden errores muy graves.»

«He analizado muchas veces la cuestión, también la he estudiado desde el punto de vista histórico. Comprendo que hay algo que no va, pero todavía hay muchos aspectos oscuros en mi análisis. Te ruego que me ayudes a iluminarlos.»

«Ante todo hay que decir que el estado de quien se abstiene de todo placer, comprendido el de tener una prole, una familia, indu-dablemente es el más elevado. Pero la falta de apego a los placeres del mundo no necesariamente excluye todo contacto con el mundo mismo. Ser abstinente no significa renunciar al matrimonio, sino ofrecer cualquier cosa que se haga, digo cualquier cosa, para el placer y la gloria del Señor. El verdadero brahmacharya (hombre puro) consiste en vivir con pensamiento, palabra y acción en Brahman, en Dios. Como ya ha dicho Jesús, "Estén en el mundo, sin ser del mundo". Ahora, quien sabe meter mano a los negocios del mundo y a las relaciones humanas sin condicionarse por eso, es decir sin depender de éstos y de sus resultados, es un verdadero "puro". Puro es el que no busca el placer por el placer. Puro es, entonces, en sentido estrecho "casto", es el cónyuge por el cual los placeres del cuerpo no ejercen atractivo alguno: él también puede cubrir el rol de padre y de madre, pero, si no se sirve para deleite propio y como juego del placer que la Naturaleza ha legado del acto procreativo, bien puede con razón considerarse puro y casto. Pero hay otra consideración que hacer sobre esto: la castidad no es una virtud que se adquiere imponiéndosela, ni

obligando a alguien a ésta. Se trata de ser dueños de un instinto, que es entre los más fuertes, el de la continuidad de la especie. El dominio de la sexualidad, además de ser emolumento de vidas precedentes, llega sólo después de años de ejercicio durante los que se está sometidos a la severa disciplina del control de los sentidos, de una dieta apropiada y de prácticas espirituales adecuadas. Ya te hablé difusamente de la alimentación, recuerdo. Ahora agrego que la alimentación, en especial la que es a base de carnes y pescado, agudiza en modo relevante los instintos inferiores del hombre. Pero también existe la disciplina que controla la alimentación de los ojos, de los oídos, y de todos los demás sentidos. No alcanza con evitar alimentos peligrosos, para el estómago y la sangre; también es necesario evitar los alimentos peligrosos para la mente, que penetran en ésta a través de las puertas de la vista, del oído, del olfato, del tacto y del gusto. Y, por último, demasiados sacerdotes, precisamente a causa de que todavía no han llegado a una maduración de sentidos y vo-luntades, viven de modo incoherente su voto de castidad. Y eso los hace menos creíbles a los ojos de las personas que confían en ellos para ser aconsejadas. No pueden considerarse castos los que se privan del sexo, pero no del deseo; ni pueden decirse puros los que se conceden cualquier tipo de comida y de bebida.»

Escuchaba con extrema atención lo que me decía el Maestro. No pude menos que recordar los años transcurridos en el seminario, ni los sucesivos, vividos a la sombra de una cultura alimentaria que un vegetariano habría considerado absurda y peligrosa sí sólo la hubiera considerado, y no pude evitar pensar que buena parte de las dificultades para vivir castos, especialmente en el período de la adolescencia, era debido a una equivocada educación del cuerpo.

Además, la pedagogía utilizada en el sistema educativo del clero era dirigida al "miedo a la mujer". La mujer era vista como el símbolo del pecado, ángel demoníaco, trampa imprevisible, ruina irresistible. Si se proponía la proyección de un filme, era censurado con un verdadero corte de la película cada escena de amor inocente. Del miedo a la mujer, el paso al "desprecio hacia la mujer" era breve.

En el período entre los catorce y los veinte años constaté una asombrosa deserción de compañeros de estudios, una verdadera hemorragia de vocaciones. Y yo me preguntaba por qué eran justamente los más inteligentes quienes dejaban el seminario.

El conocimiento, puro, inicial y tímido, de la que llegaría después a ser mi mujer, no había resuelto en el inconsciente el antiguo miedo a la mujer. A lo mejor era por eso que no sentía ninguna atracción hacia el matrimonio. Más bien, le temía como una incógnita que no

prometía nada tranquilizador. Expuse a Baba esta congoja, y Él me contestó: «En este mundo en el que se agolpan millones de seres, el hombre es considerado el resumen de la creación, y en esta vasta creación las mujeres ocupan un lugar superior. Todos los grandes seres y los avatares han elegido encarnarse por medio de una mujer, hasta omitiendo la participación del hombre. Los grandes, los virtuosos y hasta los débiles nacen del regazo de una madre. Las mujeres son llamadas "diosas de la Naturaleza". Los Vedas afirman solamente que, donde las mujeres sean respetadas y colocadas en su justo lugar, la Divinidad se hará presente en todas las facetas de su gloria. Desafortunadamente, hoy el respeto a la mujer es considerado un deshonor y la gente cree que estimar a las mujeres es algo mezquino y tonto. Es injusto definir "sexo débil" a la mujer, si se piensa que, cuando la situación lo requiere o está en juego el respeto de la familia, la mujer no titubea en sacrificar su propia vida. La historia es rica en ejemplos en los que las mujeres se han batido y ganado muchas batallas por la protección del país y de su honor. Una mujer sabe enriquecer con su dulzura y su determinación al hombre que tiene consigo; despierta en él las virtudes que tenía dormidas por la haraganería y la abulia. Los hombres no tienen el mismo espíritu de sacrificio que las mujeres; cuando aparecen problemas, los hombres dan el paso adelante con inicial entu-siasmo, pero después es la mujer quien se bate con valor hasta que alcanza el objetivo con éxito.»

«Y pensar que, en la tradición católica, la mujer siempre ha sido excluida de la participación activa en las funciones eclesiásticas. Es una polémica todavía abierta la que ve rechazar a las mujeres el de-recho de celebrar los ritos sacerdotales.»

«También en la cultura hindú algunos teólogos sostienen que las mujeres no tienen derecho de pronunciar la sacra silaba OM, pero es una teoría estrecha y nefasta. Por un lado éstos dicen respetar a la madre, respetando el dicho védico según el cual "la madre debe ser venerada como Dios", y por otro vituperan a la madre ¿negándole el derecho de salvarse? Es pura hipocresía. En cuanto al sacerdocio, la mujer puede acceder a él con mayor dignidad que el hombre: si el hombre administra los ritos desde el punto de vista exterior, la mujer sabe administrar el amor, que es el espíritu sin el cual ningún sacramento tiene valor. Es una opinión recurrente que la mujer pertenezca al "sexo débil". Sin embargo, la mujer tiene cualidades que son difíciles de encontrar condensadas en un hombre: intuición, disciplina, orden, anhelo espiritual, conciencia de los méritos ajenos, humildad para reconocer las propias culpas, deseo de mejorar. ¿Sexo débil la mujer? Por eso, querido mío, ¿por qué tendrías que temer a la mujer? Prueba pensar en lo que te falta para perfeccionarte. Tú

has crecido como un árbol que tomó luz de un solo lado; el otro está descolorido, privado de clorofila, pálido.»

«Me he aficionado demasiado a mi independencia, a mi autono-mía; en fin, estoy bien solo, estoy de acuerdo conmigo mismo.»

«¡Ah, cierto! ¡Es fácil estar de acuerdo consigo mismo! Pero es la vida de relación la que podrá hacerte descubrir lo que quedó in-maduro en ti e inducirte a mejorar esos costados que te faltan para ser perfecto. La cercanía de una mujer pone en equilibrio las cualidades masculinas y las femeninas que están presentes en cada ser humano, sea hombre o mujer. Pero, si por un instante aceptáramos la idea de que la mujer es un sexo débil, deberíamos admitir que toda la Naturaleza está asociada al principio femenino. Hombres y mujeres, instintivamente, ante la tristeza lloran, ante el hambre comen, ante la provocación se enfurecen. ¿Qué, entonces, distingue a los llamados hombres? No hay diferencias relevantes para considerar tan diferentes a los hombres de las mujeres. Así que, en verdad, todos podrían llamarse "mujeres". Cuando un hombre es víctima de alguna debilidad, en cierto sentido es también mujer. Hay que lograr que la fuerza divina que habita en el hombre se manifieste, para que no queden subyugados por la debilidad. El esfuerzo más importante que debería realizar el hombre es confrontarse consigo mismo.»

«En pocas palabras, pareces apoyar con entusiasmo mi matrimonio, ¿no es así?»

«¡No hay obligación alguna! Sin embargo, déjate llevar por los acontecimientos que se están predisponiendo para ti y para tu "mujer". Y no te preocupes por la opinión de los demás. ¡Mi juicio es muy diferente del de los hombres!»

El diálogo no duró largo rato. Baba parecía estar apurado por trasladarse a algún lugar fuera del ashram. No quise retenerlo con ulteriores preguntas. Estaba seguro de que me concedería otras ocasiones para encontrarlo. Se encaminó hacia la puerta con su acostumbrado paso ligero. Después, se detuvo, como si se le hubiera ocurrido una idea en ese instante, y me dijo: «Mañana a la mañana estate aquí en la galería antes de la aurora, cuando todavía está oscuro. Quiero mostrarte algo que te acercará a Mi Realidad.»

Excitado por esa promesa, halagado por esa orden, me incliné a sus pies, para besárselos: dos pequeños y delicados píes que habían decidido apoyarse sobre este planeta no podían menos que merecer toda veneración.

Era la primera vez que obedecía por instinto a un gesto típica-mente hindú, pero lo ejecuté con extrema espontaneidad. En efecto, me parecía haber recibido el nacimiento de la gran Madre India y entonces me parecía normal adecuarme al ritual de veneración que

cada hijo tiene para los propios progenitores. Pero, como occidental y como alguien que salía de un mundo cuyo culto de la acción litúrgica siempre había revestido una importancia fundamental, esa postración guardaba el significado de un acto de adoración y de reconocimiento.

Me di cuenta así de que mi relación con Baba variaba repentina-mente del afecto filial a la veneración del discípulo.

Extraído del libro: "La Entrevista",

del Sacerdote Mario Mazzoleni.



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