El pasado 17 de noviembre del 2013 se cumplieron 30 años de la formación del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), y el 1 de enero del 2014 se celebrarán 20 años de su aparición pública. Como una forma de homenaje a los hombres y mujeres que hicieron que el grito de YA BASTA retumbara por todo el mundo, iniciamos una serie de entregas que pretenden ser una mirada a la historia de los actores que se entrelazaron para dar origen al EZLN. Las primeras dos partes de este trabajo, El núcleo gerrillero y La resistencia milenaria, se publicaron en días pasados en este mismo espacio. En esta tercer y última entrega abordamos el trabajo que una corriente de la iglesia católica que bajo la dirección del obispo Samuel Ruíz García, había realizado trabajo previo en la región.
No ha sido nuestra intención hablar por los zapatistas, ellos y ellas han contado su historia ylo siguen haciendo. Nuestro único objetivo aquí es contribuir a la difusión de su experiencia, esa que sin duda alguna representa la alternativa más avanzada en el mundo.
III. La opción por los pobres
Durante la guerra de conquista y en el proceso de colonización, surgieron personajes que denunciaron las atrocidades emprendidas por los representantes de la corona española en contra de los indígenas. Estas voces encontraron una importante resonancia al interior de la iglesia católica. Un caso ejemplar es el de Fray Bartolomé de las Casas. Siglos más tarde, durante la guerra de independencia, nuevamente dos curas jugaron un papel relevante: Miguel Hidalgo y Costilla y José María Morelos y Pavón. Sin embargo, es hasta la segunda mitad del siglo XX cuando se analiza a profundidad el papel de la iglesia y de algunos de sus representantes a lado de los movimientos sociales.
En un intento por renovar y fortalecer a la iglesia católica, el Papa Juan XXIII convoca al Concilio Vaticano II, el cual se realizó entre 1962 y 1965. En aquel encuentro salieron a relucir las antiguas diferencias al interior de la religión católica, sobre todo las existentes entre los “antimodernos” y los “modernistas”. En el marco de este Concilio, el Papa Pablo VI –quién sucedió a Juan Pablo XXIII luego de su muerte-, convocó al Consejo Episcopal Latinoamericano a renovar su visión y su práctica para que fuera más acorde a la realidad del continente.
Atendiendo a este llamado, diferentes sacerdotes de América Latina se dieron la tarea de preparar la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano realizada en Medellín, Colombia, entre agosto y septiembre de 1968. Dicha conferencia fue de impacto mundial para la iglesia católica debido a su composición, a los temas abordados y a las conclusiones. Destaquemos algunos de estos elementos:
a) Los documentos conclusivos de la conferencia abordaron temas que no sólo rebasaban el ámbito de la iglesia católica, sino que dejaban ver abiertamente una posición política frente a los contextos locales. Algunos de estos documentos trataron temas sobre movimientos de laicos, medios de comunicación, justicia, pobreza, pastoral popular, etcétera.
b) Muchas de las reflexiones vertidas durante el encuentro de Medellín fortalecían la idea de que la iglesia debía denunciar la opresión sistemática de los pobres y la explotación de las sociedades del tercer mundo.
c) No sólo participaron sacerdotes, también estuvieron religiosos, laicos y una importante representación de las Comunidades Eclesiásticas de Base –movimiento social que nace en el mismo contexto-, lo que significó una abierta disposición a trabajar con la sociedad, inclusive en acciones estratégicas.
d) Los asistentes hicieron fuerte énfasis en las diferencias históricas y estructurales entre Latinoamérica y Europa, por lo que, a pesar de asumirse como parte de la misma iglesia; señalaron que las funciones eran distintas.
e) Los asistentes acordaron no sólo asumir un papel de denuncia frente a la explotación y opresión, sino también pasar al plano de la acción y coadyuvar en todo lo necesario para que, organizadamente, los pueblos empobrecidos lograran modificar su condición de pobres.
Los resultados de la Conferencia de Medellín animaron a religiosos y laicos a estudiar a profundidad el papel de la iglesia en América Latina, atendiendo las características propias de un continente con fuertes y marcadas relaciones de explotación, generadas por las estructuras –coloniales y capitalistas- de reproducción material.
Este renovado interés por el papel de la iglesia católica en América Latina llevó a varios intelectuales a redescubrir la función de algunos curas a lado de las luchas sociales y a construir una visión histórica sobre dicho papel, dando origen a la Teología de la Liberación (TL).
El filósofo Enrique Dussel identifica tres generaciones de teólogos de la liberación: la primera es aquella que durante la Colonia emprendió una crítica contra la corona española y se posicionó de lado de los indios. Destacan personajes como Fray Antonio de Montesinos, Fray Domingo de Vico y Fray Bartolomé de las Casas. La segunda generación estaría representada por José María Morelos y Pavón, Miguel Hidalgo y Costilla y Fray Servando Teresa de Mier, quienes encabezaron la lucha por hacer de México una nación libre e independiente. La tercera generación aparece en la segunda mitad del siglo XX y se articula luego de la Conferencia de Medellín. Destacan personajes como Gustavo Gutiérrez (Perú), Leonardo Boff (Brasil), Camilo Torres (Colombia), Ernesto Cardenal (Nicaragua), Jean-Bertrand Aristide (Haití), Fernando Lugo (Paraguay), Oscar Arnulfo Romero (Salvador), Sergio Méndez Arceo y Samuel Ruíz García (México).
La TL parte del análisis concreto de la realidad y de los procesos históricos que producen esa realidad, pero siempre desde el plano teológico. Franz Hinkerlammert señala que la TL considera que la pobreza es la “negación al reconocimiento mutuo entre sujetos” y que una sociedad con pobres es una sociedad sin Dios. “Esta ausencia de Dios, no obstante, está presente allí donde grita. La ausencia de Dios está presente en el pobre. El pobre es presencia del Dios ausente. Se trataría de modo visible de un caso de teología negativa, en la cual la presencia de Dios –una presencia efectiva- está dada por ausencia, una ausencia que grita, y por la necesidad”[1]. Por este motivo, los teólogos de la liberación optan por ayudar a los pobres para que ellos mismos salgan de su condición de pobreza, lo cual derivaría en el reconocimiento de todos los sujetos y en la construcción del reino de Dios en la tierra.
La respuesta de las corrientes ortodoxas al interior del Vaticano y de algunos gobiernos locales no se hizo esperar: se inició una campaña de desprestigio sobre la posición y labor de los teólogos de la liberación en la que se les acusó de estar influidos por grupos comunistas y de tener relaciones con las guerrillas. Bajo esta lectura, los teólogos de la liberación eran promotores del odio y la violencia, por lo que no eran dignos representantes de la iglesia católica.
Ocurría así por toda América Latina una especie de simbiosis entre el marxismo y el catolicismo. Por tal motivo los teólogos de la liberación no estaban interesados en ser parte de la estructura jerárquica de la iglesia; su trabajo estaba más enfocado a la organización social, a trabajar con los pobres, con el proletariado.
Mientras el debate trascendía en el plano discursivo e intelectual, en la práctica los religiosos críticos continuaron su trabajo de base con los “pobres y oprimidos”. Paralelamente a los encuentros episcopales, en América Latina fue tomando fuerza el movimiento conformado por las Comunidades Eclesiales de Base (CEB), que encontraron en Brasil y en Nicaragua un espacio de referencialidad. Algunas expresiones de este movimiento llegaron inclusive a convertirse en partidos políticos.
En México las CEB encontraron gran aceptación fundamentalmente entre los sectores más marginados de la sociedad. Al respecto, Miguel Concha señala que “las CEB en México nacen en las zonas más pobres del campo y la ciudad, entre aquellos que sufren una realidad socio-política y económica de explotación, hambre, represión y miseria. Sus actores principales son los indígenas y los campesinos, los obreros, los subempleados y los desempleados que –acompañados de los agentes de pastoral, sacerdotes, religiosos y seglares, cuya vida está consagrada a la opción preferencial por los pobres- han descubierto en el Movimiento de las CEB el germen de esperanza en la Iglesia de América Latina en general, y de México en particular[2].
La metodología de trabajo de los y las integrantes de las comunidades eclesiales de base contempla cinco elementos, los cuales son sumamente descriptivos de esa relación dialéctica entre el pensar-hacer:
- Ver. Ser conscientes de lo que está pasando, tener contacto con la realidad y analizarla con “ojos colectivos e individuales”.
- Pensar. A la luz de la Palabra de Dios y de las orientaciones de la Iglesia pronunciar un juicio de fe sobre lo que se VE (primer paso) y elaborar planes de acción evangélica.
- Actuar. Realizar lo planeado, con visión global y acción local –articulada, organizada- en función de un proyecto comunitario.
- Evaluar. Valorar los logros, asumir los fracasos, aprender del camino recorrido y reorientar las acciones.
- Celebrar. Es la celebración de fe y la fiesta comunitaria donde agradecemos la presencia de Dios en nuestro caminar y nos disponemos a seguir en marcha.
Las CEB y la diócesis de San Cristóbal de las Casas -con Samuel Ruíz García a la cabeza- tuvieron un papel importante en las comunidades indígenas. Por ejemplo, participaron activamente en la convocatoria y realización del Primer Congreso Indígena en 1974. Reproduciendo los acuerdos de la Conferencia de Medellín, los religiosos empezaron a inculcar a los indígenas la idea de que el reino de dios tenía que expresarse en la tierra y que tendría que estar basado en la justicia y la verdad. El trabajo de la diócesis fortaleció la organización interna de los pueblos indígenas y les permitió generar redes de contactos con otras organizaciones similares en el estado, en México y el mundo.
Sin embargo, al igual que le sucedió a las Fuerzas de Liberación Nacional, el trabajo de la diócesis también se vio trastocado por la propia cosmovisión de los pueblos indígenas, al grado que comenzó a formarse una especie de “iglesia indígena” integrada por 2,608 comunidades con 400 prediáconos y 8 mil catequistas, que si bien se coordinaba con la estructura de la diócesis, también tenía determinada autonomía.
Durante la fase de “acumulación de fuerzas en silencio” del EZLN encontró entre los indígenas que habían trabajado con las CEB y con la diócesis de San Cristóbal de las Casas a un gran número de militantes. No es que su integración estuviera prevista, pero sucedió que el trabajo que había encabezado Samuel Ruíz en las comunidades indígenas se convirtió en antesala idónea para el trabajo político que después desarrollaron los neozapatistas. Así, muchos de los indígenas que habían sido catequistas y prediáconos de la “iglesia indígena” también optaron por sumarse a las filas del EZLN.
Como hemos visto a lo largo de estas tres entregas, detrás del EZLN que declaró la guerra al ejército mexicano el 1 de enero de 1994, existe un complejo entramado de visiones políticas y culturales que se engarzan para evidenciar una realidad de opresión y explotación hacia un amplio sector de la sociedad. No es solamente una lucha por los pueblos indígenas –si revisamos detenidamente la Primera Declaración de la Selva Lacandona encontraremos que no hay una sola mención sobre ellos-, su lucha es más amplia, es por “el pueblo mexicano”.
Las luchas contra la conquista y el colonialismo, las luchas por hacer de México una nación libre, independiente y soberana y las luchas contra el capitalismo en su forma imperialista, son el sustento histórico de la rebelión indígena que conmocionó al mundo entero y que despierta –aún en nuestros días- gran simpatía.
Así, el EZLN puede entenderse como un movimiento que reclama la liberación nacional que posibilite un desarrollo justo y equitativo. Pero su lucha también es por hacer de México una nación democrática, que acabaría con la “dictadura del partido único” que gobernó en este país por más de 70 años, y que hoy está nuevamente en el gobierno.
También hay mucho de novedoso en los neozapatistas. Mencionemos sólo un aspecto de gran importancia. Su lucha no es por la toma del poder estatal para luego instaurar un régimen socialista o comunista, como sucedió en la mayor parte de los países de América Latina y del mundo en que existieron rebeliones armadas. Por el contrario, sus primeras demandas no son más que el reclamo del mínimo indispensable para el desarrollo de una vida digna: “trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz”.
Visto de esta manera, podemos decir que el EZLN es una síntesis histórica, un proceso social que logra aglutinar una vasta gama de demandas sociales, tradiciones de lucha y corrientes del pensamiento crítico que han estado presentes a lo largo de la historia de México y del mundo; al mismo tiempo que recupera planteamientos nuevos acordes a su tiempo. Por eso hoy, a 30 años de su formación y a casi 20 de su aparición pública, después de intensos y variados procesos, de reconstruirse y construir historia; somos muchos y muchas los que por todo el mundo seguimos gritando: ¡Viva el EZLN!
[1] Hinkerlammert, F. (1995) “Teología de la Liberación en el contexto Económico-Social de América Latina: economía y teología o la irracionalidad de lo racionalizado” [en línea]. EnRevista Pasos, no. 5, p. 2. Disponible en: http://dei-cr.org/uploaded/content/publicacione/910040863.pdf [Consulta: 15 de octubre de 2012]. [2] Concha, M. (1988) “Las comunidades eclesiales de base y el movimiento popular” [en línea]. En revista Dialéctica, no. 19, julio, p. 159. Disponible en:http://148.206.53.230/revistasuam/dialectica/include/getdoc.php?id=344&article=365&mode=pdf [Consulta: 03 de noviembre de 2012]. [El texto, y los dos anteriores, en Subversiones: http://subversiones.org/archivos/author/raulromero]