Sentado en los escalones de la Dogana,
porque las góndolas costaban demasiado, aquel año,
y no había «esas chicas», había un rostro,
y el Buccentoro a veinte yardas, berreando stretti,
y las vigas en luz, aquel año, de los Morosini,
y pavos reales en casa de Koré, o pudo haberlos.
Dioses flotan en el azur,
dioses radiantes y toscanos, vueltos antes que se derramase rocío.
Luz: y la primera luz, antes aún que cayera rocío.
Paniscos, y desde el roble, dríades,
y del manzano, mélidas,
por el bosque entero, y las hojas plenas de voces,
en susurro, y las nubes inclinadas al lago,
y hay dioses sobre ellas,
y en el agua nadadoras de blanca almendra,
el agua de plata vidria el pezón alzado,
como Poggio observara.
Verdes venas por la turquesa,
o escalones grises que ascienden bajo cerezos.
Mio Cid cabalgó hasta Burgos,
hasta la tachonada puerta entre dos torres,
golpeó con su lanza, y una niña salió,
una niña de nueve años,
a la pequeña galería sobre el puente, entre las torres,
leyendo el mandato, voce tinnula:
Nadie hable, alimente o acoja a Ruy Díaz,
bajo pena de arrancar su corazón, ensartarlo en una pica,
y perder sus haberes, y los ojos de su cara,
«Y aquí, Mio Cid, están los sellos,
el gran sello y la carta».
Y él vino desde Bivar, Mio Cid,
sin dejar halcones en sus alcándaras,
ni mantos en sus alacenas,
y dejó su cofre con Raquel y Vidas,
su cajón lleno de arena, con los prestamistas,
por pagar su mesnada:
abriéndose camino hasta Valencia,
Inés de Castro asesinada, y un muro
allí derribado, aquí dejado en pie.
Desolados restos, escamas del pigmento en la roca,
escamas de yeso, Mantegna pintó el muro.
Seda en jirones, «Nec Spe Nec Metu».
Traducción de Fruela Fernández