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Texto de Zygmunt Bauman, publicado por primera vez en su libro "Work, consumerism and the new poor", una fehaciente y lúcida visisón sobre la ética del trabajo y el trato hacia los "despojos humanos" en el mundo capitalista, y que explica bastante bien el rechado del "sentido común" hacia las políticas asistencialistas: "Jeremy Bentham se negaba a distinguir entre los regímenes de las diferentes «casas de industria»: workhouses [asilos para pobres], poorhouses [hospicios] y fábricas (además de las prisiones, manicomios, hospitales y escuelas). Bentham insistía en que, más allá de su propósito manifiesto, todos esos establecimientos se enfrentaban al mismo problema práctico y compartían las mismas preocupaciones: imponer un patrón único y regular de comportamiento predecible sobre una población de internos muy diversa y esencialmente desobediente".
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Se pensaba que la ética del trabajo mataría dos pájaros de un tiro. Resolvería la demanda laboral de la industria naciente y se desprendería de una de las irritantes molestias con que iba a toparse la sociedad postradicional: atender las necesidades de quienes, por una razón u otra, no se adaptaban a los cambios y resultaban incapaces de ganarse la vida en las nuevas condiciones. Porque no todos podían ser empujados a la rutina del trabajo en la fábrica; había inválidos, débiles, enfermos y ancianos que en modo alguno resistirían las severas exigencias de un empleo industrial. Brian Inglis describió así el estado de ánimo de la época:
Fue ganando posiciones la idea de que se podía prescindir de los indigentes, fueran o no culpables de su situación. De haber existido algún modo sencillo de sacárselos de encima sin que ello implicara riesgo alguno para la sociedad, es indudable que Ricardo y Malthus lo habrían recomendado, y es igualmente seguro que los gobiernos habrían favorecido la idea, con tal de que no implicara un aumento en los impuestos.
Pero no se encontró "modo sencillo de sacárselos de encima" y, a falta de ello, debió buscarse una solución menos perfecta. El precepto de trabajar (en cualquier trabajo, bajo cualquier condición), única forma decente y moralmente aceptable de ganarse el derecho a la vida, contribuyó en gran parte a encontrar la solución. Nadie explicó esta estrategia "alternativa" en términos más directos y categóricos que Thomas Carlyle, en su ensayo sobre el cartismo publicado en 1837:
Si se les hace la vida imposible, necesariamente se reducirá el número de mendigos. Es un secreto que todos los cazadores de ratas conocen: tapad las rendijas de los graneros, hacedlos sufrir con maullidos continuos, alarmas y trampas, y vuestros "jornaleros" desaparecerán del establecimiento. Un método aún más rápido es el del arsénico; incluso podría resultar más suave, si estuviera permitido.
Gertrude Himmelfarb, en su monumental estudio sobre la idea de la pobreza, revela lo que esa perspectiva oculta:
Los mendigos, como las ratas, podían efectivamente ser eliminados con ese método; al menos, uno podía apartarlos de su vista. Sólo hacía falta decidirse a tratarlos como ratas, partiendo del supuesto de que "los pobres y desdichados están aquí sólo como una molestia a la que hay que limpiar hasta ponerle fin".
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"Menor derecho" significaba que las condiciones ofrecidas a la gente sostenida con el auxilio recibido, y no con su salario, debían hacerles la vida menos atractiva que la de los obreros más pobres y desgraciados. Se esperaba que, cuanto más se degradara la vida de esos desocupados, cuanto más profundamente cayeran en la indigencia, más tentadora o, al menos, menos insoportable les parecería la suerte de los trabajadores pobres, los que habían vendido su fuerza de trabajo a cambio de los más miserables salarios. En consecuencia, se contribuiría así a la causa de la ética del trabajo mientras se acercaba el día de su triunfo.
Estas consideraciones, y otras similares, deben de haber sido importantes, en las décadas de 1820 y 1830, para los reformistas de la "Ley de Pobres", que tras un debate largo y enconado llegaron a una decisión prácticamente unánime: había que limitar la asistencia a los sectores indigentes de la sociedad (a quienes Jeremy Bentham prefería llamar el "desecho" o la "escoria" de la población) al interior de las poorhouses [hospicios para pobres]. La decisión presentaba una serie de ventajas que favorecían la causa de la ética del trabajo.
En primer lugar, separaba a los "auténticos mendigos" de quienes —se sospechaba— sólo se hacían pasar por tales para evitarse las molestias de un trabajo estable. Sólo un "mendigo auténtico" elegiría vivir recluido en un asilo si se lograba que las condiciones en su interior fueran lo bastante horrendas. Y al limitar la asistencia a lo que se pudiera conseguir dentro de esos sórdidos y miserables asilos, se lograba que el "certificado de pobreza" fuera innecesario o, mejor, que los pobres se lo otorgaran a sí mismos: quien aceptara ser encerrado en un asilo para pobres por cierto que no debía de contar con otra forma de supervivencia. En segundo lugar, la abolición de la ayuda externa obligaba a los pobres a pensar dos veces antes de decidir que las exigencias de la ética del trabajo "no eran para ellos", que no podían hacer frente a la carga de una tarea regular, o que las demandas del trabajo en las fábricas, duras y en cierto modo aborrecibles, resultaban una elección peor que su alternativa. Hasta los salarios más miserables y la rutina más extenuante y tediosa dentro de la fábrica parecerían soportables (y hasta deseables) en comparación con los hospicios.
Los principios de la nueva Ley de Pobres trazaban, además, una línea divisoria, clara y "objetiva", entre los que podían reformarse y convertirse para acatar los principios de la ética del trabajo y quienes estaban completa y definitivamente más allá de toda redención, de quienes no se podía obtener utilidad alguna para la sociedad, por ingeniosas o inescrupulosas que fueran las medidas tomadas.
Por último, la Ley protegía a los pobres que trabajaban (o que pudieran llegar a hacerlo) de contaminarse con los que no había esperanza de que lo hicieran, separándolos con muros macizos e impenetrables que, poco después, encontrarían su réplica en los invisibles, aunque no por eso menos tangibles, muros del distanciamiento cultural. Cuanto más aterradoras fueran las noticias que se filtraran a través de las paredes de los asilos, más se asemejaría a la libertad esa nueva esclavitud del trabajo en las fábricas; la miseria fabril parecería, en comparación, un golpe de suerte o una bendición.
Por lo dicho hasta aquí, puede inferirse que el proyecto de separar de una vez y para siempre a los "auténticos mendigos" de los "falsos" —apartando, de ese modo, a los posibles objetos de trabajo de aquellos de quienes nada se podía esperar— nunca llegó a gozar de total éxito. En rigor, los pobres de las dos categorías —según la distinción legal, "merecedores" y "no merecedores"— se influyeron mutuamente, aunque esta influencia recíproca no se produjo de modo que, en opinión de los reformistas, justificara la construcción de asilos. Es verdad que la creación de condiciones nuevas particularmente atroces y repulsivas para quienes habían sido condenados al flagelo de la mendicidad (o, como preferían decir los reformistas, "quienes lo habían elegido") hacía que los pobres adoptaran una actitud más receptiva hacia los dudosos atractivos del trabajo asalariado y que así se prevenía la muy mentada amenaza de que fueran contaminados por la ociosidad; pero, de hecho, los contaminó la pobreza, contribuyendo a perpetuar la existencia que supuestamente iba a quedar eliminada por la ética del trabajo. La horrenda fealdad de la vida en los asilos, que servía como punto de referencia para evaluar la vida en la fábrica, permitió a los patrones bajar el nivel de resistencia de los obreros sin temor a que se rebelaran o abandonaran el trabajo. Al fin, no había gran diferencia entre el destino que esperaba a los que siguieran las instrucciones de la ética del trabajo y quienes se rehusaban a hacerlo, o habían quedado excluidos en el intento de seguirlas. Los más lúcidos, escépticos o cínicos entre los reformistas morales de esas primeras épocas no albergaban la ilusión de que la diferencia entre las dos categorías de pobres (auténticos y fingidos) pudiera ser expresada en dos estrategias diferenciadas. Tampoco creían que una bifurcación de estrategias semejante pudiera tener efecto práctico, ni en términos de economizar recursos ni en otro beneficio tangible.
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