Revista Opinión
Fincher ha realizado su Ciudadano Kane particular. El espectador tan solo debe sustituir los años cuarenta por el siglo veintiuno, al magnate William Randolph Hearst por el también multimillonario Mark Zuckerberg; a Xanadú por Facebook, a un amigo desengañado por otro, a Rosebud por un fracaso amoroso; un blanco y negro impoluto por el color de la era digital. Ni siquiera disimula Fincher la estructura al estilo Rashomon que levantaba el guión en el clásico de Welles. Ambos realizadores intentan deconstruir emocionalmente a su personaje -figura odiada y envidiada a partes iguales por sus contemporáneos- a través de los puntos de vista que aportan aquellos que le conocieron, soportaron y sobrevivieron a su ambición. Igualmente, ni Hearst ni Zuckerberg pudieron, mientras duró el rodaje de sus biopics, evitar su estreno, pese a su enconado intento por impedir que el mundo conociera al hombre detrás de su máscara mediática.
Fincher reproduce la misma tesis que deambulaba explícitamente en la obra de Welles: las emociones son cruel detonante de la riqueza. O mejor, siguiendo la senda del maestro Shakespeare: una quiebra emocional, un defecto, una tara, el dolor que produce una pérdida, en definitiva, las grandes pasiones humanas levantan imperios, arrasando tras de sí con todo lo que un día mereció la pena conservar. Pese al tópico, queda patente que en los negocios todo es personal, biográfico. Ambas escenas, la que abre y la que cierra La red social, son respectivamente hipótesis preliminar y corolario de su trama; sirven de explicación -que no justificación- a los comportamientos del protagonista, situando la última pieza de Fincher más cerca de la tragedia clásica que del polimorfismo egotista con el que se nos suele presentar en el cine actual al héroe. Zuckerberg sustituye su necesidad de aceptación y cariño por un reconocimiento virtual, sublimado por el éxito empresarial y la fama social, agrios reversos de cualquier relación interpersonal directa, sincera y ecuánime. Zuckerberg no escucha a nadie, su mirada siempre vagabundea, distante, fuera de plano. Los demás parecen ser sólo un complemento circunstancial, un medio para sus fines autistas. Vive su vida a través de un espejo. En definitiva, Zuckerberg es un ejemplo amplificado del ciudadano occidental contemporáneo, tecnificado y autosuficiente. Y su creación, Facebook, deviene en un Frankenstein para el siglo veintiuno, temido y deseado, consecuencia lógica de la anomia y la alexitimia sociales que caracterizan a nuestro tiempo.
La atomización social genera en el ciudadano una necesidad urgente por encontrar espacios desde los que exponerse emocionalmente, aunque éstos se articulen desde un locus artificial y la identidad personal acabe diluyéndose a través de un deformante avatar que fagocita a su referente original, el ser de carne y hueso. Facebook es, más que un confesionario universal, un productor insaciable de fabulaciones, un ficcionario que pulsa a tiempo real la reconstrucción de nuestras autobiografías, exponíendolas al voyeurismo y examen públicos. Como su creador, el consumidor de Facebook desea ser real, reconocido, identificado por el otro como relevante, significativo, pero lo hace creando un sustituto virtual, su avatar, su muro, en definitiva, una ficción a modo de placebo lúdico que intenta hacer las veces de vida real, auténtica. Desde el mismo arranque de la película, somos testigos privilegiados de cómo por mucho que algunos amigos intentan devolver a Zuckerberg al mundo real, éste prosigue inmerso en la obtusa trama que él mismo ha fabulado. Su videojuego, como lo llama Erica, el personaje que intenta sin éxito tener con él una conversación normal en un bar y que busca tras la máscara algún rasgo que acabe reconociendo la presencia de un ser humano.
Reconozcámoslo. Tarde o temprano, Facebook morirá. Y su defunción no se deberá a factores económicos, a la pura y dura lógica de la competencia. No, Facebook (y cualquier otro correlato que le siga) morirá porque ya no necesitaremos de sus servicios. Quizá las nuevas generaciones nos recriminen nuestra cobardía y decidan contravenirnos, disentir, vivir pegados a la realidad más inmediata, obviando los paraísos prometidos por la telaraña virtual. Quizá entonces el avatar fallezca para que pueda nacer el hombre, y no al revés, como quiso vaticinar James Cameron a través de su soñada Pandora. Mientras tanto, tú decides: ¿ficción o realidad?
Ramón Besonías Román