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Fahrenheit 451

Publicado el 31 julio 2018 por Josep2010

Fahrenheit 451Con motivo de la edición que conmemoraba el cuadragésimo aniversario de la publicación de su novela más conocida Ray Bradbury escribió en 1993 un interesantísimo prólogo que divulga algunas de las claves que sentaron las bases necesarias para conformar una novela de ciencia ficción que rápidamente adquirió tintes de clásico, la archiconocida Fahrenheit 451 que entre otros conceptos nos ayudó en algún momento de nuestras vidas a comprender la enorme diferencia entre los grados Celsius y los Fahrenheit sin que jamás llegáramos, pobres hombres de letras, a comprender el porqué.
En dicho prólogo el cinéfilo despistado se entera que Bradbury tuvo que darse un poco de prisa -es un decir- en dejar lista esa primera edición porque resulta que John Huston le estaba esperando en Irlanda para pergeñar durante ¡ocho meses! el guión de Moby Dick, que se estrenaría en 1956 y resulta que el bueno de Ray Bradbury llevaba desde 1951 ganándose el pan escribiendo guiones lo que hace contemplar como muy curiosa la afirmación del autor que escribió la novela en una máquina de escribir de alquiler sita en la biblioteca de la Universidad de California en Los Angeles.
Casi todos tendremos por ahí, en un rincón, un ejemplar de la novela y probablemente la leímos hace mucho tiempo. Recomendaría darle un nuevo vistazo y, si no contiene el prólogo citado, ir a por ella con el aditamento pues no tiene pérdida.
Sé que resulta una temeridad detenerse a comentar someramente la novela pero habiéndole dado un repasito hace muy pocas semanas no me resisto a ello intentando convenceros de que hagáis lo propio. Porque aunque la idea básica sea sobradamente conocida: en un futuro nada halagüeño el cuerpo de bomberos se dedica a quemar todos los libros que estén a su alcance pues el gobierno ha decidido que la lectura es un vicio que perjudica a la ciudadanía dinamitando su moral y convicciones, usualmente al ofrecer disyuntivas que pueden ser objeto de debate, lo cual no hace sino crear confrontaciones innecesarias, pues ya el gobierno se ocupa de que todos sean felices.
En poco más de ciento y pico páginas (dependiendo de la edición por su tipografía y composición) Bradbury amplía unas ideas que ya vertió en cuentos brevísimos y anécdotas imprevisibles y crea una sociedad del futuro indefinido en el que los libros han pasado de ser guardianes de sabiduría, emociones y conocimientos útiles a ser objetos prohibidos y su tenencia penada con la máxima gravedad en una sociedad en la que las carreteras están flanqueadas por anuncios enormes a fin de poder ser vistos por los veloces automóviles que pueden atropellar a cualquier peatón imprudente sin problema alguno mientras en las casas (llamarlas hogares sería impreciso) las paredes van llenándose de pantallas de televisión que interactúan con los ocupantes, algunos de los cuales exageran las dosis de pastillas para dormir luego.
Bradbury tiene el acierto de fijar la atención en Montag, el bombero que un buen día conoce a una extraña joven, Clarisse, quien le hace propuestas tan absurdas como frotarse una florecilla, un diente de león, en la barbilla, para saber si uno está enamorado. Y descubrir que el padre y el tío de Clarisse están en el porche de su casa, charlando, cuando todos están dentro mirando la tele. De hecho, ellos ni siquiera tienen antena de tele. ¿De qué charlan? pregunta Montag, sorprendido.
La novela nos habla a un tiempo de la transición personal que sucede en el ánimo de Montag pasando de bombero incinerador de libros a revolucionario en defensa de la lectura y lo hace con un estilo sencillo y eficaz dotado de un ritmo constante apenas interrumpido por alguna descripción excesiva en palabras y habiendo pasado ya casi sesenta y cinco años de su primera edición (la más conocida en forma de serial en los números dos, tres y cuatro de la revista Play Boy: Hefner pagó 450 dólares [todo lo que tenía] y nunca se arrepintió de ello) uno acaba por decidir que si hace cincuenta años cuando la leí por primera vez y tuve una idea de lo que luego conocería como distopía, ahora, en 2018, creo que Ray Bradbury se acercó mucho a un visionario.
Ciertamente no se queman libros: se sepultan bajo toneladas de otros libros y se dejan en los anaqueles o estanterías mientras la familia se dispone ante la enorme pantalla, cada vez más dotada de interactividad; puede que a diferencia de la mujer de Montag nadie pretenda tener varias pantallas de televisión en una misma habitación, pero sin duda hay más de una en muchas casas. Y en todas, como dice en un momento el Bombero Jefe, hay bombardeo de anuncios.
La importancia de la novela de Bradbury se incrementa si constatamos la época en que fue escrita, justo a mediados del siglo pasado, cuando la censura todavía planeaba con fuerza sobre la sociedad estadounidense desde los propios estamentos gubernamentales. Lo que no podía imaginar el amigo Ray ni siquiera en 1993 cuando escribió el citado prólogo es que los usos censores no tan sólo no desaparecieron sino que se han extendido como una plaga; él no pudo saberlo entonces pero ahora, gracias a la facilidad de internet, empezamos a vislumbrar unos usos sorprendentes
Fahrenheit 451La importancia de la denuncia formulada por Bradbury es tal que a pesar de su clamoroso éxito desde que apareció en 1953 nunca hubo en la industria del cine estadounidense el más mínimo interés en darle alas y ofrecerla en las pantallas: tuvo que esperar trece años a que desde el otro lado del charco, en Europa, François Truffaut se encargara de escribir un guión y luego dirigir la película homónima Fahrenheit 451 (1966) gracias al interés de una productora británica y la ayuda de Jean Louis Richard como guionista.
Truffaut lleva a la pantalla la novela de Bradbury modificándola en parte pero dejando el meollo inalterado aunque sin apretar las clavijas a una sociedad que ya entonces empezaba a apoyarse mucho en la televisión (todos sabían ya que el celebérrimo JFK había ganado por guapo a Nixon gracias a los debates televisados) y siguiendo el camino del novelista se centra en la aventura de Montag con alguna que otra licencia digamos que conveniente; el centrarse en el personaje y sus relaciones con su esposa, con la joven Clarisse y con su jefe, Beatty, sin acentuar el entorno como sí lo hace Bradbury en sus reflexiones, la película pierde fuerza y vista ahora de nuevo cincuenta años más tarde la primigenia sensación de extrañeza que me dejó se convierte en la constatación que hace aguas por casi todas partes.
Porque si a la dificultad de apuntar alto le añadimos una sensación de falta de presupuesto en una película que necesita elementos del futuro creíbles y un vestuario que ya en su estreno causaba risa, un camión de bomberos ¡que van de pié, agarrados a una barra! que parece ideado por el Profesor Franz de Copenhague, lo único reseñable es la aparición (y el mal uso que del mismo se hace) del tren elevado de Châteneuf-sur-Loire que me parecía recordar había leído hace medio siglo que estaba en Bélgica, pero resulta que no. Quizás el "invento" quedó gafado por la película: no diría que no.
Truffaut tuvo por encima de todo un fallo garrafal en esta proposición con una base tan poderosa: dejó campar a sus anchas a todos los actores, del primero al último, del veterano Cyril Cusack al figurante que simula caerse con tan poca gracia que habría que repetir la toma cien veces. Desde luego es difícil conseguir que Oskar Werner abandone su cara de pato mareado y que Julie Christie deje de intentar epatar al personal con sus ojazos y sus interminables labios, pero para eso está el director: para mandar un poco y poner orden. Los personajes, todos, se caen por culpa de unas actuaciones lamentables, indignas de una novela como ésa: hay una incredulidad que traspasa la pantalla: los rostros de esos protagonistas en ningún momento se adecúan a lo que están diciendo y las más de las veces o parecen zombies sin expresión alguna o se limitan, como Cusack, a un repertorio de gestos risibles, inoportunos, ineficaces, sin convicción alguna. No sé si es que no se leyeron el guión entero, si jamás habían leído la novela o si es que su sueldo fue tan exiguo que Truffaut no tuvo los arrestos necesarios para repetir tomas hasta que la escena tuviese la fuerza que el texto requiere. Para una vez que el guión resulta aceptable, todo lo demás es una pifia.
Fahrenheit 451No sé lo que pensó o dijo -si es que dijo algo- Bradbury después de haber visto el remedo perpetrado por Truffaut, pero me apostaría una cena a que si hubiese visto la versión de Fahrenheit 451 que dirige Ramin Bahrani automáticamente se hubiera sentido muy satisfecho al comprobar sus facultades de visionario porque en este 2018 se ha podido comprobar cómo pasados casi sesenta y cinco años todavía está pendiente de ofrecerse una buena película basada en la novela de Bradbury y no tan sólo eso, sino que, puestos a pensar mal, pensaremos que la industria multimedia masificadora se ha tomado debida revancha tratando de enterrar de una vez y para siempre ese opúsculo de menos de doscientas páginas que los pone a parir desde hace más de medio siglo.
El amigo Ramin ha dejado cuatro escenas de la novela y ha procedido a elucubrar como si no hubiese leído más que una sinopsis para ¿escribir? su "adaptación", precisamente en una época en que, lejos de los sueños de 1966, el libro de papel ya no tiene más razón de ser que el cariño de algunos "lletraferits" y el archivo digital no sólo puede preservar la deforestación del planeta sino, además, facilitar y abaratar (ésa es una cuestión pendiente de aclarar y ejecutar) la transmisión de la palabra escrita.
El guión de Ramin es descabezado, alocado, inverosímil y falto de toda lógica: un galimatías que mezcla tecnología punta con conceptos arcaicos: una pena, porque la novela de Bradbury permite un ajuste actualizado pues su crítica permanece, quizás más evidente aunque con otros matices más endemoniadamente maquiavélicos: el enemigo no es tonto y su lucha contra la cultura del ciudadano dispone de brazos fuertes, potentes y muy largos.
Lo único que merece la pena en el bodrio perpetrado por Ramin es la actuación del siempre solvente Michael Shannon que incorpora con mucha convicción al Capitán Beatty. Así como en la de 1966 las actuaciones llevan a la pira la película, en la de 2018 la interpretación no puede salvar de la miasma catódica un producto malogrado. Una pena.
Porque la conclusión es que la imperdible y excelente novela de Ray Bradbury está todavía a la espera de una película que le haga justicia. Léansela y disfrútenla mientras aguardan: va para largo, me temo.

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