Sin ofrecer una definición técnica, podemos decir que una falacia es una argumentación construida con apariencias de verdad y con errores de fondo o de estructura (forma).
El resultado final de una falacia puede ser algo verdadero o algo falso. Por ejemplo, si digo "todos los hombres vuelan; los elefantes no vuelan; por lo tanto los elefantes no son hombres", la conclusión es verdadera pero hay falsedad en la primera frase. Estamos ante una falacia curiosa porque lleva a la verdad desde el error.
Un ejemplo diferente sería este: "ningún hombre puede volar por sí mismo por carecer de alas; ningún elefante puede volar por carecer de alas; por lo tanto, algunos elefantes son hombres". En este caso, las dos premisas son verdaderas pero la conclusión es falsa.
¿Cómo se construye esa falacia? En forma esquemática, con un razonamiento de este tipo, que podemos formular en primera persona: "Hace tiempo que investigo y publico sobre un tema concreto. Por lo tanto, todo lo que digo sobre ese tema es verdad". Existen muchos tipos de falacias. Entre ellas, una consiste en la creencia de que alguien (a veces, uno mismo), por ser un investigador o una persona competente, afirmaría siempre la verdad cuando habla sobre los temas que dice dominar o sobre temas relacionados con los mismos.
Bajemos el esquema a un ejemplo concreto. "Hace tiempo que publico en la prensa información sobre la Iglesia católica. Ahora estoy informando sobre lo que ocurre en el Vaticano respecto a sus luchas internas de poder. Por lo tanto, lo que digo es verdad porque está avalado en mi larga experiencia periodística e investigativa".
Con un poco de atención, la falacia salta a la vista, pero no todos llegan a percibirla. Porque una persona puede pasarse la vida investigando sobre cierta temática y no por ello todo lo que piensa o dice sobre el asunto en cuestión es verdad.
La verdad o la falsedad radica no en la presunta experiencia que uno tenga, sino en los datos usados y en los razonamientos seguidos. Malos datos, informaciones parciales, suposiciones falsas, imaginaciones infundadas, deseos manipuladores, no pueden llevar más que a errores, engaños o falacias. Aunque quien las defienda sea un hombre de mucha experiencia y con largos años de carrera informativa.
Por eso, vale en este campo aquella sentencia antigua: no mires quién dice lo que dice, sino fíjate en qué dice y cómo lo argumenta. En una fórmula más clásica y actualizada: no nos fijemos en si es Homero, Sócrates o un premio Nobel quienes hablan. Valoremos, simplemente, lo que nos ofrece cada uno con la ayuda de la pregunta decisiva: ¿dice algo verdadero y usa un razonamiento riguroso?