Voy a compartir la conclusión que he sacado en los últimos tiempos, después de leer varios libros de autoras contemporáneas occidentales, y que, por supuesto, no se basa en ningún estudio serio ni con una muestra representativa. Tengo la sensación de que se ha puesto de moda un estilo narrativo en el que los personajes se difuminan y apenas se describen ni se cuenta su historia, dejando a los lectores que rellenen los huecos libres. En función de las necesidades que tengas en ese momento como lector, puede ser agobiante, desolador o un reto maravilloso. En todo caso, en el asunto se lleva al máximo, porque, de quien protagoniza la novela de Catherine Lacey (publicada en Alfaguara), no conocemos ni el sexo, ni la raza, ni la edad. No lo sabemos ni lectores ni coprotagonistas del libro.
El caso es que Altar es un libro que bordea el terror, que nos lleva siempre un poco al límite del mirador, con vistas de primera al barranco, para luego alejarnos unos pasos del peligro hasta el siguiente capítulo. Durante toda la novela intuimos qué va a pasar y nos asomamos al precipicio. En un pueblo de Estados Unidos, una comunidad religiosa encuentra a una persona que duerme en un banco y deciden ayudarla, aunque no haya pedido, en ningún momento, que lo hagan. Esa es la verdadera invasión que cuestiona Lacey en Altar, la falsa solidaridad de quien da la mano, pero que espera algo a cambio, que cree que la caridad conlleva que el beneficiado cubra las expectativas del benefactor. Altar denuncia el fanatismo, pero también las miradas al otro lado, la hipocresía social, la falta de libertades y la necesidad de poner etiquetas a toda la humanidad. Aquello que no se define nos perturba. La novela analiza conceptos como la culpa, el perdón y los secretos que se comparten en una comunidad cerrada. Si todos somos culpables, ¿quiénes se atreverán a señalarnos?