Revista Cultura y Ocio
Confieso que no participo de ese entusiasmo general e incondicional por el trabajo de Animalario, un fijo en las últimas ediciones de los desprestigiados premios Max. Sí he disfrutado, por supuesto, de varios trabajos suyos, en especial el brutal y magnético «Urtáin», uno de los mejores espectáculos del teatro español de los últimos años. Andrés Lima me parece un director de un extraordinario talento, pero en la mayoría de sus puestas en escena me ha dado la sensación de que junto a ideas geniales y propuestas de un gran interés había otras que parecían surgidas en la barra del bar más que en una mesa de trabajo en un estudio.
Vi el otro día «Falstaff» en el teatro Valle-Inclán; se trata básicamente de una versión de las dos partes de «Enrique IV», de Shakespeare, con el añadido de otros textos del autor británico, y con el foco puesto en el personaje de sir John Falstaff, un vividor excesivo y de gordura desmedida al que Giuseppe Verdi inmortalizó en una de sus mejores óperas y al que Orson Welles encarnó en una de sus películas más personales: «Campanadas a medianoche».
Para la adaptación, Andrés Lima ha contado con Marc Rosich, colaborador habitual de Calixto Bieito. Entre los dos han creado una base literaria magnífica que Lima ha convertido en un fascinante e inteligente espectáculo; quuizás podría limarse un poco para aliviar su larga duración, pero ésta es una pega muy menor, como también lo son un par de momentos -de esos que parecen nacidos con las cañas de después de los ensayos- que a mí gusto chirrían y hacen que la función patine levemente. Pero, insisto, son prácticamente irrelevantes y no empañan la fuerza del resto del espectáculo. «Falstaff» está lleno de brío, de ritmo, es entretenido, profundo, agudo, y con un grupo de actores derrochando calidad y entrega. La composición que Pedro Casablanc hace del personaje protagonista es memorable, y lo mismo puede decirse del trabajo de intérpretes como Raúl Arévalo o Carmen Machi, al frente de un reparto brillante y afinado. Un ejemplo de lo que debe hacer un teatro público.
Vi el otro día «Falstaff» en el teatro Valle-Inclán; se trata básicamente de una versión de las dos partes de «Enrique IV», de Shakespeare, con el añadido de otros textos del autor británico, y con el foco puesto en el personaje de sir John Falstaff, un vividor excesivo y de gordura desmedida al que Giuseppe Verdi inmortalizó en una de sus mejores óperas y al que Orson Welles encarnó en una de sus películas más personales: «Campanadas a medianoche».
Para la adaptación, Andrés Lima ha contado con Marc Rosich, colaborador habitual de Calixto Bieito. Entre los dos han creado una base literaria magnífica que Lima ha convertido en un fascinante e inteligente espectáculo; quuizás podría limarse un poco para aliviar su larga duración, pero ésta es una pega muy menor, como también lo son un par de momentos -de esos que parecen nacidos con las cañas de después de los ensayos- que a mí gusto chirrían y hacen que la función patine levemente. Pero, insisto, son prácticamente irrelevantes y no empañan la fuerza del resto del espectáculo. «Falstaff» está lleno de brío, de ritmo, es entretenido, profundo, agudo, y con un grupo de actores derrochando calidad y entrega. La composición que Pedro Casablanc hace del personaje protagonista es memorable, y lo mismo puede decirse del trabajo de intérpretes como Raúl Arévalo o Carmen Machi, al frente de un reparto brillante y afinado. Un ejemplo de lo que debe hacer un teatro público.