Las peripecias ocurridas en el camino moldean el carácter, el viaje se vuelve una suerte de redescubrimiento de uno mismo, y la visión del mundo que teníamos se transforma (casi) indefectiblemente. En resumidas cuentas, ésas son las premisas que caracterizan a un modelo narrativo de indiscutible filiación estadounidense como es la road movie. El cine latinoamericano (etiqueta amplísima, es cierto) últimamente ha tenidos sus aproximaciones a las “películas de caminos”, dando respiro al tópico del film urbano (ciudades tan desmesuradas, violentas, seductoras y ambivalentes como Río de Janeiro, Buenos Aires, México D.F., o San Pablo han sido retratadas mil y una veces, pero sólo fragmentariamente). Con Diarios de motocicleta, la mega-coproducción sobre el viaje iniciático del “Che” Guevara, esta tendencia cobró popularidad, y no es casualidad que este molde que intentó convertirse en grito libertario a finales de los sesenta por obra y gracia de la mítica Easy Rider, hoy se esté transformando también en una parte relevante y sustantiva del cine latinoamericano. A base de motocicletas, colectivos y casas rodantes, se le presenta principalmente al mercado europeo una imagen y un puñado de historias que revelan algo más de estos países (que por momentos, cuando las fronteras se tornan difusas, se convierten en un único país) donde la exuberancia propia del realismo fantástico no ha desaparecido del todo.
Pablo Trapero, con sus dos primeras películas, sin lugar a dudas se convirtió en uno de los jóvenes directores más influyentes del “nuevo cine argentino”. Pero mientras Mundo grúa y El bonaerense trazaban una radiografía urbana del estado de descomposición social en que estaba inmerso el país hacia principios de siglo, con Familia rodante se aleja, a medida que el filme avanza, de la gran ciudad, para adentrarse no tanto en una geografía determinada como sí en el interior de una familia argentina. El viaje aquí sirve de punto de partida y de excusa argumental para mostrar, con un realismo asombroso, instantáneas inscriptas en una red de personajes por demás transparentes.
La abuela Emilia (que es la abuela del propio Trapero en la vida real) tiene 84 años y, quizás como último gran acontecimiento de su vida, ha sido elegida madrina para el casamiento de una sobrina. Tal es el motivo que conduce a una docena de personas a viajar mucho más de mil kilómetros, hasta el noreste de la Argentina, donde se llevará a cabo el matrimonio. Emilia –el espectador lo puede notar desde las primeras escenas– es el núcleo y el sostén de una familia con poca cohesión. El trayecto por las rutas mesopotámicas incluye los tópicos típicos del costumbrismo (en ocasiones hasta se cuelan analogías con Esperando la carroza, el clásico costumbrista de la familia argentina) anudados con los tópicos propios de la road movie, y de este modo, por poner un ejemplo, la tentativa de reproducir el habla popular se entrevera con el infaltable accidente rutero. También el espacio limitado (por momentos, hasta claustrofóbico) de la destartalada casa rodante (conocidas en España como “caravanas”) en la que emprenden el incómodo viaje, opera como escenario ideal para que afloren, de modo gradual e incontrolable, viejas tensiones, nuevas atracciones, miserias y resentimientos en el seno de la mismísima célula básica de la sociedad.
Con cámara en mano, los primeros planos y los planos detallados que nos proporciona el director fotografían la intimidad y la convivencia, nos muestran las relaciones humanas sin tapujos, con la particularidad de que esas imágenes inconclusas cobran per se más fuerza y nos revelan más acerca de los protagonistas, que los diálogos que estos entablan entre sí. Lo que dicen o charlan es absolutamente secundario, y se desvanece ante la potencia visual de un plano como el del más joven de los integrantes de la familia sacando su cabeza al aire por la ventanilla del baño de la casa rodante. Trapero lo explica del siguiente modo: La apuesta de la película era por la imagen, porque la imagen tenga suficiente carga dramática y los diálogos sean simplemente una cosa musical más que explicativa de la situación.
Otra de las virtudes de Familia rodante radica en la espontaneidad que se desprende de sus actuaciones, en su mayoría a cargo de actores no profesionales que consiguen que nos olvidemos que son caracteres de ficción: no sólo parecen, sino que realmente son personajes de carne y hueso. Y la carismática abuela Emilia es, en ese sentido, acaso la síntesis de esta apuesta coral a lo Altman que ejecuta Trapero: con su soledad empieza la odisea y envuelta en sus cavilaciones se clausura el relato. Hay una escena que posiblemente sea la fotografía con mayor simbolismo del largometraje (y me pregunto, al margen: ¿cuánto le debe la magnífica Little Miss Sunshine a Familia Rodante?), y es aquella en que todos los miembros de la familia empujan la casa rodante, con la abuela aportando su apoyo moral desde el fondo: allí se subsume el quid de la narración.
Familia rodante (Argentina, 2004).
Director: Pablo Trapero.
Intérpretes: Graciana Chironi, Liliana Capuro, Ruth Dobel, Federico Esquerro, Bernardo Forteza, Elías Viñoles.
Calificación: 6,75.