Está disponible desde hace unos cuantos días el último número de la revista FAMIPED, la revista electrónica de información para padres de la AEPap, el que hace el número 3 del volumen 4.
En el mismo podemos encontrar un editorial sobre un uso adecuado del sistema sanitario en la visión de un pediatra de Atención Primaria, otro sobre la sexualidad en adolescentes y jóvenes, las dietas vegetarianas en la infancia, el aburrimiento, sobre el duelo por la pérdida de un bebé, lecturas recomendadas a través del blog Soñando cuentos… Pero además de estos, destacan algunos artículos que nos llaman la atención por recoger el punto de vista, pequeñas o grandes lecciones de vida, que nos aportan l@s menores:
Sobre el botellón se nos cuenta que desde hace unos años, según informa la policía, los botellones van en aumento. Las grandes zonas dan paso a otras más pequeñas y menos concentradas. No hay distinción por sexos. Tampoco hay mucha distinción por edades. Las más frecuente son entre los 16 a los 25 años, pero sin mucho esfuerzo se encuentran botellones de personas que pasan los 30 y los 40. La crisis, pensarán muchos, que está todo muy mal. Sin embargo, según algunos estudios, las dificultades de la economía actual no son factores determinantes en el auge del botellón. (…) En cualquier caso, el problema de la gente en su casa se queda en su casa. La semana que viene tampoco parece que la cosa vaya a cambiar. La receta sigue funcionando. Tampoco hay nada mejor. ¿A quién le importa? Ya se puede dormir. L@s protagonistas (¿tan lejan@s a generaciones anteriores?) afirman:
Bebemos en la calle porque no podemos permitirnos, dada nuestra situación, pagar los 5, 6 y hasta 10 euros que nos piden, por copa, en los bares. Es vergonzoso, pero así está establecido.
Aquí nos encontramos con los amigos. Lo importante es estar con ellos. Las copas, es cierto, ayudarán más tarde para ligar.
Por su parte, Oihana, nos relata la experiencia de su adolescencia, cambios corporales, psicológicos, experiencias, divorcio de sus padres:
Hay veces que echo la vista atrás y me pregunto cuándo empecé a cambiar, qué día, qué año, y nunca he sabido decirlo con exactitud, pero lo que sí sé es que llegó un momento en el que, poco a poco, se empezaron a resquebrajar mis esquemas; empecé a darme cuenta de lo complicadísimas que son las relaciones humanas, de la infinita cantidad de personalidades que existen y de la dificultad que esto supone a la hora de mantener a flote cualquier relación. (…)
También, comencé a ser consciente de lo que soy yo para con el mundo y, en el momento en el que me topé con la idea de que tan sólo soy una persona más, como cualquier otra, sin prácticamente nada que me diferencie de los demás, me sentí pequeña, muy pequeña, casi inexistente. (…)
Una cosa que sí tengo clara es que, el verano del año en el que cumplí los 12 años, maduré de golpe. En pocos meses, se divorciaron mis padres, murió mi querido abuelo (Aitatxi), me vino la menstruación y me mudé a Vitoria. Me vi con la vida real, el dolor y los problemas cara a cara, y esto me hizo madurar muy de golpe (quizás demasiado rápido).
Yo creo que la adolescencia de verdad comienza en el momento en el que te das cuenta de que tus padres (como humanos que son) se equivocan, tienen fallos, meten la pata y pueden llegar a hacerse mucho daño entre ellos y a ti también.
Y tú estás ahí, en medio, en el cráter del volcán, sin saber muy bien qué hacer…
El divorcio de mis padres me dolió mucho, muchísimo, y yo creo que me cambió para siempre.
Me molesta el hecho de que se trivialicen tanto estos asuntos hoy en día, los divorcios, las separaciones… “qué más da; si le pasa a todo el mundo…” porque está claro que es duro para los padres, pero también lo es para los hijos. Pierdes la confianza, te planteas la existencia del amor, y lo que tú creías que era para siempre se convierte en algo perecedero, con fecha de caducidad.
La adolescencia también me quitó toda la confianza en mí misma, la seguridad; me enseñó lo fácil que es equivocarse… Comencé a tener muchos miedos y a darle importancia a lo que los demás pensaban de mí…
Y en el apartado Niños sin fronteras, Rosa Macipe, compañera del Grupo de Pediatría, Inmigración y Cooperación Internacional nos exhorta a realizar una apuesta por una educación multicultural y lo hace a través de las lecciones de naturalidad aprendidas a través de sus tres hijos. Os lo reproduzco íntegro a continuación:
Soy madre de tres niños y tengo la suerte de que vayan a un colegio en el que la presencia de niños inmigrantes está en proporción semejante a la que tiene la sociedad española, es decir, en torno al 15-20%.
Soy consciente de las reticencias y miedos que nos genera el que nuestros hijos vayan a colegios donde hay muchos extranjeros: que si su nivel es más bajo, que si hay conflictos, que si le pegarán… Sin embargo, creo que esos miedos surgen del temor a lo desconocido, al diferente.
Y aunque leerlo resulte obvio, lo diferente no tiene por qué ser malo, es más, puede ser incluso fenomenal, y no arriesgarnos a tocarlo o experimentarlo puede estar haciéndonos perder facetas importantes de la vida a nosotros y a nuestros hijos, que, lo queramos o no, vivirán en una sociedad multicultural y plural.
Por lo tanto, aunque el miedo sea humano y comprensible, creo que hay que ser valientes y no intentar evitar situaciones y personas sólo por esa potencial sensación de riesgo que nos genera lo desconocido, unida a los sentimientos de protección que nos generan los hijos.
Creo, además, que tenemos que confiar en nuestros hijos, los cuales, muchas veces, responden a las situaciones nuevas mejor incluso que los adultos, pues no tienen prejuicios ni experiencias previas que condicionen una mirada limpia y positiva del mundo. Nuestro deber es acompañarlos en ese descubrir el mundo, pero no aislarlos de lo que es nuestra sociedad.
En principio, y con mis limitaciones, parto de una predisposición positiva hacia la presencia de inmigrantes en España, como compromiso con una justicia global, en un mundo profunda e inhumanamente injusto, en el que, sin lugar a dudas, nos ha tocado la mejor parte. Si yo hubiera nacido en esa miseria también hubiera intentado huir en busca de unas mínimas posibilidades para mi familia.
Aún así, el acompañar a mis hijos en su caminar en una sociedad plural me ha enseñado mucho y me interpela en mis actitudes y formas de relacionarme con el inmigrante. Ellos normalizan algo que nosotros, por muy favorables que seamos, no hemos normalizado. Me enseñan día a día y me hacen confiar en que, pese a las dificultades actuales, si consiguiéramos que nuestros hijos crecieran en la diversidad, el futuro sería mucho más fácil para todos. Y, para que se entienda esto, voy contar algunas anécdotas.
Un día, el segundo de mis hijos me hacía un comentario sobre una niña que estaba jugando; yo, por el nombre, no la conocía y le pregunté quién era. Él me dijo: la que lleva el jersey rosa. Curiosamente, la niña que llevaba el jersey rosa era negra, y, por cierto, la única del grupo. No la diferenció por el color de la piel sino por el color de la ropa. Me llamó la atención porque estaba segura de que yo la habría señalado como la niña negra, que para mí era lo más evidente. Y esto, en el fondo, revela que, como comentaba antes, aunque mi actitud sea positiva frente al inmigrante, lo sigo viendo como algo diferente, mientras que los niños, no.
Otro día me comentaba otro hijo algo de otra niña negra, y le pregunté: ¿de dónde es esa niña? El se quedó pensando y me dijo con extrañeza: pues, española, porque ha nacido aquí. Yo me quedé descolocada y le dije: bueno, ¿de dónde eran sus padres? Y entonces me respondió que de Gambia. Con toda su inocencia y naturalidad me introdujo al concepto tan importante que se está manejando que es: ¿hasta cuándo vamos a llamar inmigrantes a unos niños que han nacido aquí, que se sienten de aquí, aunque a veces les hagamos sentir extranjeros, cuyos amigos, referencias e idioma son los nuestros? Desde luego son más de aquí que de los países de los que proceden sus padres, y, a veces, los hacemos habitantes de ningún sitio; no son de aquí ni de allá. Me gustó no tener que explicarle a mi hijo esto.
Indudablemente tienen amigos y no tan amigos tanto entre niños autóctonos como entre inmigrantes, pero no el niño autóctono es bueno por ser autóctono ni el inmigrante enemigo por ser inmigrante. Saben que son niños, y el llevarse bien o mal con ellos no depende del color ni de la procedencia. Esa vivencia es fundamental para normalizar la inmigración.
Descubren que hay otros países y mundo fuera de España gracias a compañeros que les cuentan cómo eran sus países o los países de sus padres. Ponen rostros a la tan nombrada “crisis”, pues tres compañeras suyas han tenido que volverse a su país porque sus padres se habían quedado sin trabajo. El vivir estas situaciones les provoca pena por un amigo que se va, en vez de aliviarse porque hay un inmigrante-competidor menos. Y los hace conscientes, también, de que son afortunados, porque a ellos no les ha pasado eso.
Una de las niñas más listas y que mejores notas saca en la clase de mi segundo hijo es de origen africano. Así, él sabe que ser inmigrante no es sinónimo de ir mal en clase y de enlentecer el ritmo de los demás.
Y podría seguir contando, pero quizás una imagen que resume estas vivencias, imagen que me llena de esperanza, es la imagen de cuando vamos al parque del barrio y se organiza un partido de fútbol. Verlos jugar a mis hijos con niños de muchas procedencias, sin conflictos ni prejuicios, es toda una lección de cómo hay que hacer las cosas. Son simple y llanamente sus amigos. Y espero que algún día ni siquiera me encante ver esa imagen porque ya la haya normalizado y no me parezca un milagro.
Es indudable que el futuro de la sociedad española estará habitado por personas procedentes de otros países y culturas. El inmigrante, por su propia existencia, nos plantea nuevos retos y nos obliga a ampliar nuestra idea de la ciudadanía y aprender a vivir con gente que piensa, vive y actúa de forma distinta a nosotros. Y nosotros, adultos que crecimos sin presencia de inmigrantes en España (al revés: éramos inmigrantes en otros países), esto, hemos tenido que aprenderlo. Esa convivencia tiene sus dificultades, y diferencias que hay que limar por las dos partes, pero no cabe duda de que ese camino es más fácil si se anda desde la infancia.
Con esos miedos y prejuicios, conseguimos que haya colegios sin presencia de inmigrantes, con lo que por mucho que les contemos a nuestros hijos lo que son, no lo normalizarán, no aprenderán a relacionarse con ellos ni a quererlos como amigos, con lo cual se favorecen las dificultades futuras. A fin de cuentas la escuela debe prepararlos para la vida y no hay que hacer que los niños den la espalda a una realidad muy cotidiana.
Otros colegios tienen hasta un 90% de niños inmigrantes, lo cual favorece que se conviertan en guetos en los que, a veces, es el niño inmigrante el que ni siquiera aprende bien la lengua autóctona porque no tiene con quién hablarla y no aprenden a relacionarse con niños de aquí. Esto, unido a que la sociedad española les hace sentir rechazados y desplazados, es también semilla de futuros conflictos de convivencia. Con nuestros miedos, al final, conseguiremos que se den las situaciones a las que tenemos miedo.
En el fondo nos gustaría que el mundo y sociedad en la que vivan nuestros hijos en el futuro sea buena y no cabe duda de que apostar porque los niños aprendan y vivan desde pequeños en la diferencia y pongan cara, nombre y sentimientos a la palabra inmigrante es dar pasos hacia ese futuro mejor.