Al abrir los ojos todo era bruma. Un lejano palpitar en los brazos y en la cabeza. Y un siseo. Dygo no comprendió el origen de aquel sonido hasta que intentó mover la mano izquierda. Sintió todo su cuerpo arder, hasta sus ojos. Los abrió y cerró varias veces, procurando no prestarle atención al escozor. Apoyó la mano izquierda en la hierba, en un intento de levantarse, pero resultó inútil. Era como si la sangre lo abrasara por dentro. La bruma parecía disiparse, tanto la que veía como la de su mente. ¿Por qué había salido mal? Lo habían calculado todo: la posición de la Estrella del Norte, el quinto día del ciclo lunar, la sangre… Él le había salvado la vida a Drëvos, y Drëvos se la había salvado a él… ¿Drëvos? ¿Qué había sido de él? Intentó girar la cabeza para buscar al emperador, pero no logró […]
Revista Cultura y Ocio
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