No sé qué decirte, pero no vine al País de las Maravillas para encontrarme con casis que podría haber sorteado si hubiera estado consciente. Cuántas historias he dejado a medio deshacer por la luz cegadora de una lámpara. ¿Ahora soy una polilla? Vivo más intensamente cuando estoy dormida. Tiemblo solo al acordarme del tacto de sus dedos por la curva de mi espalda. El poder de los sueños. Pasan desapercibidos por ser efímeros, insípidos, inodoros, incoloros. Intocables. Pero te levantas con una marca grabada a fuego sobre tu piel. Y sabes que ha ocurrido de verdad. Aunque el escenario haya sido una mente llena de trastos y con falta de backups. ¿Te ha pasado alguna vez ver a esa persona en tus sueños, y vivir una historia tan intensa que te cambia, y sobre todo, cambia la forma en que le ves? Es el mismo, la misma, pero no para ti. Para ti es más sagrado, es secreto. Soñar con lo que no se puede tener, un mantra diario que se extiende al mundo de los sonámbulos y al de los mortales con insomnio.
Hagamos un inciso. Vamos a tomar un café. Y si deseas traer tu vida para endulzarlo, estaría muy bien.
Vale. Ya estás despierta. Ahora explícale a tu cuerpo que lo que ha vivido en realidad no ha sucedido. Explícale a tus labios que lo que él respira está hecho de un material diferente que aquel cálido aliento que te envolvió cuando bajaste la guardia. Son bocas diferentes. No es él. Eres tú ocupando su lugar. No fue su voz, sino tu musicalidad enmascarada bajo testosterona robada indecorosamente. Sabes que apenas sabes. No le conoces. Solo intuyes, y a partir de ahí has tejido toda una historia que ha acabado por tener sentido. Tanto, que la realidad te parece surrealista. Desconocidos nivel suelo. Íntimos nivel cielo.
Ya está, sueño analizado. Ahora que sabes que son representaciones de todas las piezas que conforman tu personalidad, ya no tiene tanta gracia echarse a temblar cuando te le cruzas por el pasillo del gimnasio y te saluda como quién se despide de un colega. Y te repites. No es él. El del sueño es otro. Pero tu cuerpo va por libre y revive inoportunamente todo, absolutamente todo lo que esas manos desataron por cada poro de tu piel, repostando en el ombligo para ascender colina arriba, entre valles y algún que otro quebradero de cabeza. Espera. En el sueño no tenía novia. ¿Tenía novia? Tiene novia. No es él. Eres tú. Has sido tú todo el tiempo, y aún así buscas desesperadamente el contacto visual porque sabes que no apartará la mirada. Algo dentro de él se siente ligeramente atraído hacia tu indiferencia fingida. La actuación se nota a leguas, pero no es defecto. Te cruzas con él, acompañado, te vuelves para reafirmar tu postura, y él ya te estaba mirando. De nuevo. Acompañado.
Pero luego vuelve a su papel de hombre enamorado, y finge que no conoce tus descaros, ni tus encontronazos, ni esa mirada tuya que le desnuda hasta el alma. No te conoce, y se jacta orgulloso de ello. Te ve subir y se le caen las razones por las que está mal. La confianza te sonríe, y de un comentario jocoso a una morena despampanante te baja de golpe a la tierra de nuevo. Que en las nubes hace demasiado frío para mentes soñadoras. Le tienes metido en la cabeza, como una pastilla incrustada. Y todo por el maldito sueño que arrancó de tus labios más jadeos que sollozos. Ahora olvídate de todo aquello. Si eres capaz. Y mírale como lo que es, un desconocido con el que jugaste. En tus sueños.
Curiosidad: Las personas tímidas tienen las mentes más ruidosas.
Tengo sueño, pero no quiero encontrarte en él. Bastantes pesadillas he tenido queriendo sin ser querida, como ecos de lo que pasó para recordarme que no me olvide de aquella que lo perdió todo al apostar por invierno cuando salió el sol. Otra vez no. La princesa que creía en los cuentos de hadas. O en mi caso, la princesa sin cuento que creía en los sueños de nadas.