Almudena es niña. José Ignacio es hombre que camina solo.
Los trato así: por su nombre de pila, es decir, de tú. Al fin y al cabo, ambos escriben literatura del yo.
Los conocía ya a ambos. Los dos nacidos en la década de los ochenta. Los dos con un primer libro publicado por la editorial Caballo de Troya.
Sobre el libro de relatos de Almudena La acústica de los iglús, escribí una (tal vez demasiado) entusiasta reseña aquí (aunque creo que de releerlo me volvería a entusiasmar). De la maravillosa (primera mitad (la segunda se me hizo repetitiva)) Ama de José Ignacio, dejé en cambio unas breves impresiones aquí.
Los leí por separado, con menos de tres años de diferencia. Esta vez los traigo juntos (no los he leído juntos, pero sí seguidos y con premeditación aunque sin alevosía).
Almudena (la nombro primero a ella por haberla leído primero) y José Ignacio han publicado su segundo libro. Almudena lo titula Fármaco porque los fármacos le salvaron la vida. José Ignacio opta por Hombres que caminan solos porque es como un llanero solitario, «el puto John Wayne» (bueno, en realidad es su padre el que es como John Wayne). Ambos publicaron sendos libros el pasado 2021 con Literatura Random House. Ambos han atravesado una depresión (o, más bien, la depresión los ha atravesado a ellos). Ambos hablan en sus libros sobre ello aunque sus libros no son libros sobre la depresión. Sus libros son eso: literatura, y en ellos hay también mucha literatura porque Almudena y José Ignacio son lectores voraces y también escritores, aunque la depresión les quitó hasta las ganas de escribir. Como lectora, está más presente Almudena; como escritores, van a la par.
Almudena es mi niña de frases refulgentes. Es que no puedo, es lo primero que pienso cuando comienzo a leer Fármaco. Y en verdad no puedo. No puedo parar. Subrayo y subrayo. Posesa del subrayado soy. No puedo parar y no puedo dejar de pararme ante cada frase que me deja sin aliento. La belleza me provoca felicidad y no puedo evitar pararme a regodearme en ella. Pero lo que revela esa belleza pesa y he de pararme también a digerirlo. Y es que el libro de Almudena es fragilidad y belleza (porque ella es fragilidad y belleza y pura sensibilidad). Es querer atesorar con toda delicadeza esas frases no se vayan a desmenuzar. También es cierto que es imposible conseguir esto con todas las frases. Lo único que puedo achacarle a Almudena es su sobreesfuerzo en este sentido. Supongo que ella lo sabe. Es su lucha contra el blablablá, pues «la emoción siempre está lejos de las palabras. Está más en los silencios, y cuando empezaba a llenar el folio en blanco de palabras y más palabras y más palabras, me encontraba aterida y cabizbaja con el riesgo de desbocarme y de que mis palabras sonaran otra vez y otra vez y otra vez a blablablá. Le pasa a la mayoría de los libros. Entro en una librería de segunda mano y se oye de fondo: blablablá, blablablá. Esa es mi lucha como escritora: la lucha contra el blablabá». Cuando las frases de Almudena brillan, detengo momentáneamente la lectura y así se hace el silencio. Es así como consigue la emoción.José Ignacio cuando me gusta, me gusta mucho. Lo suyo no son destellos de frases. Lo suyo es hilvanar frase tras frase y crear pasajes maravillosos que me mecen y me envuelven. Ahora, cuando me gusta menos me deja fría y preguntándome qué pasa aquí, dónde está ese otro José Ignacio que obra prodigios.
El José Ignacio que a mí me gusta es el que sale de sí mismo. El que deja de mirarse el ombligo. El que echa incluso la vista atrás, hacia ese mundo a punto de desaparecer, ese mundo que es como el barrio de gallegos bilbaíno en el que se crio, «un ser vivo que, aunque te asfixia, también te protege».
En este caso no se ha tratado de que la segunda mitad del libro se me haya hecho repetitiva. En este caso flipo con el comienzo, va decayendo hasta la parte central, la cual ni fu ni fa, y luego me vuelvo a venir arriba hasta ese espectacular tramo final mezcla de road movie y de esperpento almodovariano. El caso es que la parte central tiene también cierto toque surrealista, pero no he conseguido conectar con ella. Supongo que me toca decir eso de quizás no es él, sino que soy yo. Lo que sí que le puedo achacar a José Ignacio es ya no escribir de sus experiencias pero sí en cambio esa especie de buscar experiencias para escribir sobre ellas. Asimismo, confiesa que en última instancia no quiere curarse de su depresión «porque aquí dentro me veo capaz de crear algo. [...] Quiero que broten más palabras y sé que éste es un terreno fértil. La tristeza lo es. [...] No le he dicho a nadie que, en el fondo, no quiero curarme, porque creo que, si lo hiciera, no sería capaz de crear nada bello. Podría pensarse que es un acto egoísta más. Puede que lo sea, porque la gente que me rodea sufre. Pero lo cierto es que tan sólo ha sido así, en este estado, en este incierto lugar, donde he podido ofrecer algo de valor a los demás. Nada he logrado fuera de aquí. Sólo una colección de fracasos. No he sido capaz de ofrecer amor de otra manera que no fuera escribiendo. No he sido capaz de amar de ningún otro modo; de amar de verdad. [...] Prometo que no sé amar de otra forma y que, por eso, porque necesito amar, seguiré quedándome junto a este dolor, junto a este tigre que me da zarpazos. Aunque me lastime, aunque haga daño, sé que permaneceré junto a él».Almudena es niña. «Que no es depresión, que es más allá del llanto», le espeta a su psiquiatra. «Que no habrá psicotrópico que me devuelva la explosión de la niñez», le aclara a continuación. Sus lágrimas son «infancia congelada».
La niñez de Almudena es una infancia de «forastera en un lugar de mallorquines». Es la niña que se dibuja diminuta al lado de sus padres y hermano con un ojo descomunal del que surge una lágrima gigantesca y a la que, cuando su profesora advierte de la falta de proporción, sus padres compran un cuaderno de ejercicios para que calcule bien. La misma niña a la que su madre describe en su búsqueda desesperada, pues la profesora no ha advertido que Almudena no había salido aún del aula al término de las clases y la deja allí encerrada, como «instalada en el asombro y bastante silenciosa. [...] es llanamente una niña que anda a su aire y canta canciones en la terraza cuando nadie la ve». Sin embargo, como la propia Almudena cuenta:
«No es que yo fuera infantil, ni de lejos, nunca he sido eso, me lo he perdido y qué poco se respeta esa palabra, ¿no?Infantil: es lo mejor que se puede llegar a ser cuando mides 1,10 cm.Yo era figurativa. Soñadora hasta los topes, en cualquier lugar, mente dispersa, corazón en las historias, ropa de buzo y desobediente en la sinrazón.Una voz estridente me perseguía: ¡Espabílate!
Destartaladaniña platónicaen la esquina del recreo».José Ignacio es un hombre que camina solo porque «los hombres tenemos que seguir siendo fuertes, autónomos, poderosos, competitivos. En eso nos han educado. Pero ¿no es ésa acaso una terrible esclavitud? Así, ante la vulnerabilidad que provoca una depresión, no sabemos cómo reaccionar».
«Viajé a Thiaroye-sur-Mer, una ciudad de la periferia de Dakar, en busca de una historia que contar; una historia que llevase por título Hombres que caminan solos, y que narrase la vida de los deportados que no regresan a sus casas por el estigma del fracaso. O la vida de aquellos hombres que entregaron su dinero a otros que les prometieron llegar a Europa, y que, sin embargo, lo que hicieron fue engañarles. Les dejaron en una playa cualquiera de Senegal, o de Mauritania, y les dijeron que eso era España. Allí, en Thiaroye-sur-Mer, me contaron el relato de uno de esos hombres. Un hombre que, cuando la embarcación llegó a su destino, caminó largo tiempo junto al resto, y que, al alcanzar la cima de una duna, gritó: «Ce n’est pas l’Europe!». Al oír ese grito, los otros hombres se detuvieron, se miraron entre ellos, y confirmaron algo que llevaban horas sospechando: que, efectivamente, aquella tierra que pisaban no era la de Europa. Después, muy lentamente, intercambiaron algunas palabras, más bien murmullos, y comenzaron a caminar. Pero alguien advirtió que aquel hombre que dio el aviso seguía detenido en lo alto de la duna.—¡Vamos! —le gritaron.—No puedo ir. Ése es mi pueblo —contestó aquel hombre señalando unas luces lejanas.Entonces todos siguieron descendiendo el arenal, porque sabían que aquel hombre no podía volver al lugar del que había partido. Podía avanzar o detenerse, pero nunca volver atrás. Tenía sed y hambre, y los pies llenos de heridas, pero no sentía nada de eso. Sentía la vergüenza del fracaso. Así que se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia ese puerto lleno de chatarra, y contenedores, y pescado podrido que se apila en el muelle.
Escuché esa historia justo antes del viaje en coche que haría por Marruecos con mis amigos. Yo les contaba una y otra vez el relato del hombre que caminaba de regreso al puerto. Le iba añadiendo detalles que lo hacían más interesante, y mis amigos me decían: «Eso no lo dijiste antes»; o bien, «Eso te lo acabas de inventar». «Bueno, qué más dará —les respondía—, lo importante es la historia.»—¿Y cuál es la historia? —me dijo Aitor tras unos minutos de silencio.—La historia es —le contesté tras pensarlo— que la auténtica fuerza que mueve el mundo es el miedo al fracaso».
Charlie Brown, fotografía libre de derechos de autor de oficialjuanbarros
Almudena y José Ignacio son diferentes. Sus libros también lo son. No sé si sus depresiones; supongo que cada uno ha de transitar su propio infierno. Los fármacos que toman son distintos; también lo es su postura hacia los mismos. Hay en sus experiencias, sin embargo, varios puntos en común.
Ambos se muestran incomprendidos. Sienten que no se les toma en serio ni a ellos ni a su sufrimiento. Por ello, para Almudena es un auténtico alivio obtener un diagnóstico. José Ignacio, en cambio, fantasea con que llegue una guerra y así todos sientan miedo y comprendan por fin su sufrimiento.
También relatan la incomodidad que supone acudir a la farmacia a que les dispensen los medicamentos. Se sienten juzgados, de nuevo incomprendidos. En ocasiones sienten vergüenza.
«[...] todo va mal, [...] mis emociones se colapsan y mi mente solo apunta hacia la cocina —hacia los cuchillos de la cocina—, hacia el baño —hacia las cuchillas del baño— [...]», confiesa Almudena, así como confesó a su psiquiatra que «no quería pertenecer al mundo. Que deseaba borrarme». Nos aclara que «suicidarse es prohibirse». La manera de intentar prohibirse de José Ignacio, de borrarse, es más pasiva. Él no busca soluciones rápidas, sino que espera que le lleguen o como mucho fantasea con ponerse en situaciones que faciliten esa llegada.
Reivindican ambos el derecho a mostrarse vulnerables, a no esconder la debilidad. Dice José Ignacio: «últimamente dicen que confesar las fragilidades es algo que está bien visto. Yo lo dudo. Estará bien visto en un reality show, o en una serie, pero no en la vida, que sigue siendo tan cabrona como siempre». Almudena, al hilo de su lectura Estar enfermo de Virginia Woolf, ofrece una reflexión acerca de este mismo tema. No me resisto a compartir a continuación las preciosas palabras con las que la termina: «Que somos personas perdiendo amores preciosos por el camino. Y duele como un rayo. Y el rayo se clava y después del relámpago viene el trueno, eso me enseñaban de pequeña, pero el rayo qué es: la depresión es el rayo».
Esbozan cierto retrato generacional o social. Muy somero en el caso de Almudena. Mucho más desarrollado por parte de José Ignacio.
José Ignacio describe la individualidad de la generación hiperconectada a la que pertenece. Una generación que se relaciona a través de aplicaciones como Tinder, la cual «atrapa a través de la necesidad que todos tenemos de ser aceptados y queridos. Se anticipa a una validación que en el mundo real es improbable que se produzca y elimina las posibilidades de rechazo: aquella persona con la que no haces match, sencillamente, no existe. Todo eso se lleva a cabo a través de complicados algoritmos que administran nuestros datos personales y nos hacen relacionarnos sólo con perfiles parecidos a nosotros: gente con el mismo nivel académico, mismos gustos, y, sobre todo, mismo nivel de atractivo físico. Sólo le falta a Tinder acceder a nuestros datos bancarios y, a través del algoritmo, juntar a ricos con ricos y a pobres con pobres. Quizá eso ya esté sucediendo. Es por eso por lo que, en el fondo, no es una aplicación inocente, sino bastante perversa. A pesar de ello, tenemos una falsa sensación de libertad, ya que es muy sencillo escoger, descartar y volver a empezar». Comenta también que «cada juventud tiene su droga, y la nuestra parece que son los ansiolíticos o benzodiacepinas», y entronca estas drogas emergentes con el capitalismo dominante al añadir que «las drogas son, en cierto modo, el sostén del sistema, pues no hay que olvidar que la depresión aún hoy es vista como un pecado del mundo capitalista, ya que, a través de la desgana del deprimido, se está atentando contra el rendimiento, la productividad y la eficiencia, es decir, la Santísima Trinidad del capitalismo. ¿Quién está acaso mejor visto por la sociedad: un depresivo metido en su cama, o alguien que se droga para rendir más en el trabajo? Por eso, tal y como están las cosas, los depresivos somos los únicos que podemos cambiar el sistema. Somos terroristas. Somos la carcoma del capitalismo. Somos la sal de la tierra».
De esas drogas que consume José Ignacio dan cuenta sus desechos:
«Química, genes y conducta. No sé en qué proporción. Ése es el origen de este abatimiento, esta parálisis, este miedo. Tan invisibles, tan profundos, tan secretos. Nadie siente compasión, nadie escribe sobre ellos, nadie dibuja sus contornos. Pero, sin embargo, habitan en nuestros desechos, en los contenedores de basura y en los ríos. Allí está toda la verdad. Cajas vacías de medicamentos en los vertederos y restos de antidepresivos en las aguas residuales que llegan hasta los ríos que atraviesan nuestras ciudades.Leí que los peces nadan más rápido tras haber estado expuestos a aguas contaminadas por antidepresivos. Y sí, es algo así: la desesperación de un pez que nada, que busca una salida, pero que no la encuentra.Dicen que los peces no tienen memoria, y supongo que eso es lo que les hace seguir nadando en esas aguas contaminadas.Leí más acerca de los desechos que vertemos a los ríos que pasan junto a nuestras ciudades.Según un estudio de una universidad australiana, las aguas residuales de los barrios ricos tienen mayor presencia de cafeína, vitaminas y fibra. Sin embargo, en los vecindarios más desfavorecidos se pueden encontrar dosis más elevadas de antidepresivos y opiáceos.Yo vivo en un barrio de gente acomodada, pero mis desechos son de pobre. Supongo que mis residuos hablan mejor de mí que mi aspecto. No parece que esté mal: tengo el último modelo de iPhone, una Vespa y varios pares de New Balance. Pero ni rastro de cafeína, vitaminas o fibra en mis heces; sólo antidepresivos y opiáceos. Eso, sin embargo, nadie lo ve. Tendría que venir un científico australiano a analizar mis residuos para dar cuenta de cómo estoy, pero es improbable que eso suceda. Lo que sucederá es que mis problemas, y los del resto de las personas, irán a parar a alguna planta depuradora de las afueras. Allí, tras un proceso químico, se convertirán en agua potable».
Diwali Candle, fotografía de Harsh Agrawal bajo licencia CC BY 2.0
De química, genes y conducta también me habla Almudena: «La vida es química y sentimiento. Por un lado: lo que sientes. Por el otro: lo que te tomas para seguir sintiendo». La abuela de Almudena sufrió también de depresión. José Ignacio heredó de su madre una caja empezada de orfidales. Ambos relatan que antes de padecer depresión ya sentían algo ahí, como un aviso, como si algo no anduviera bien dentro de ellos (más Almudena que José Ignacio).
Contra lo que puede parecer, el de Almudena y el de José Ignacio no son libros deprimentes. No se habla en ellos solo de depresión. El libro de José Ignacio comienza en Marruecos, pasa por Argentina haciendo escala en Barcelona y en Bilbao y concluye en Cádiz. El de Almudena, utilizando sus propias palabras, es un libro «para personas tristes con sentido del humor». Aun así, es la depresión el leitmotiv de sendos libros, aunque la siento más presente en el de Almudena. También es Almudena la que en algunos momentos consigue empaparme de la desolación y el dolor del deprimido. José Ignacio me lleva a otras partes pero no consigue llevarme ahí. Despido, pues, esta doble reseña en la que he puesto a la niña Almudena a caminar junto al hombre José Ignacio con un fragmento del libro de Almudena (me resisto a dejaros otros, así como muchos trocitos maravillosos). Y creo no equivocarme si aseguro que la imagen de la flor y su esqueleto contenida en ese fragmento me van a acompañar durante mucho mucho tiempo.
«Que la fuerza de la gravedad es más estricta con las personas depresivas, que cada movimiento pesa cuarenta kilos. Que el cielo está, no sé, como encapotado, agresivo y amenazante, señalándote con el dedo. Y hay algo importante a destacar: se te han acumulado las obligaciones y tus parientes te observan con las pupilas dilatadas. Exclaman:Cuándo te vas a poner con semejante atraso. Con la lista de mails y el libro a medio hacer y esas clases que ibas a dar.Qué día, qué clases, qué libro, si no puedes ni comprar una manzana en el supermercado. Y si la compras, la compras mal, con gusano. Que las horas tienen horas añadidas en su interior. Que si encuentras un calcetín agujereado (justo en el dedo, el redondel, justo ahí) lloras hasta desmayarte. Y te desmayas. Y que duelen mucho las expectativas que tienen sobre ti. La alegría que vas a sentir cuando superes esta mala racha. La alegría te asusta: un murciélago gigante. No la visualizas. Procuran ayudarte. Te empujan con la punta de los dedos y caes destrozada. Las palmaditas en la espalda son guantazos. El verano es punzante. ¿Quién le dio un cuchillo al sol? Un mediodía quise salir y a los cinco minutos regresé a casa despeinada, con el pulso a mil por hora y los pulmones fatigados.Corriendo.Es que, es que hay mucha luz.No lloré: sollocé, sollocé hasta deshidratarme. Cuando me sentaba a tomar algo en un bar era una obligación carcelaria. No quieres, no disfrutas, te escuece la sangre, los conductos arteriales se agarrotan y así aguantas, a pesar del esfuerzo inimaginable, inaudito, sobrecogedor. Te repondrás. Te tapas con la visera de la gorra las arrugas de la frente. Es cuestión de tiempo. No dramaticemos. Y escupes un torrezno sin que nadie te vea. La cerveza se queda caliente en el vaso picoteado. Te regalan una flor. Y no ves la flor, sino el esqueleto de la flor. Y cómo se va secando: una hoja tras otra y otra hasta que el tallo es un palo tieso.Nos secamos. Nos deslucimos. Se nos va el aroma.La depresión te vuelve fotógrafo de la mayoría de los objetos con los que tienes alguna relación. Te cuesta creer que existan y que sirvan de utilidad. Que te hayan pertenecido. Un perchero. Y en especial te sorprende que un día te gustaran, los compraras, les asignaras un sitio y tuvieran un valor emocional: un entusiasmo humano».
Panning Deportivo, fotografía de Manuel Martín bajo licencia CC BY 2.0
Ficha del libro:Título: Fármaco / Hombres que caminan solosAutor/a: Almudena Sánchez / José Ignacio CarneroEditorial: Literatura Random HouseAño de publicación: 2021Nº de páginas: 192ISBN: 978-84-397-3873-2 / 978-84-397-3797-1Comienza a leer aquí y aquí
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