Pablito recogió la piedra del suelo. Era una piedra plana y redonda, ideal para lanzarla al río y que fuera dando brincos por el agua. Pensó en guardarla para cuando estuviera con Santi. Estaba seguro que con esa piedra podría ganarle en número de botes. Pero la tentación de lanzarla de manera inmediata era muy grande. Se sacó el lanzamiento desde la cadera, como mandan los cánones, imprimiendo con los dedos, índice y pulgar, un giro a la piedra en el sentido de las agujas del reloj. El resultado fue espectacular, la piedra fue saltando sobre el lecho del río, una, dos, tres, cuatro veces. Y aun parece que continuó dando saltos, sólo que la vista de Pablito ya no alcanzaba a verla. Se metió las manos en los bolsillos y se fue silbando para su casa con el pecho henchido de satisfacción, como después de un trabajo bien hecho.
En el río, dos truchas viejas y sabias, venían de sortear el engaño de un pescador que intentaba capturarlas con la mosca artificial. Cuando ya se consideraron a salvo, asomaron la cabeza en busca de algún insecto sin trampas, la aventura les había abierto el apetito.
La piedra, mientras tanto, seguía saltando sobre el agua. Parecía que con cada salto cogía nuevas fuerzas. En su octavo y noveno salto, hizo dos extrañas piruetas y se fue al fondo. El motivo de esos extraños saltos, no fue otro que el encontrarse en su camino con tan viejas y sabias truchas que asomaron la cabeza justo en el momento de saltar la piedra. Y allí acabaron sus días, víctimas de tan caprichosa como cruel y vana carambola.