Fátima no era feliz en su poblado, al sur de Argelia, aspiraba a una vida mejor y un buen día, al enterarse de que sus padres le habían concertado matrimonio, decidió coger sus bártulos y sin decir nada a nadie, empezó a andar por el desierto, hacia el Norte, con la esperanza de encontrarse con alguno de los que le “ayudarían” a llegar a Europa, la tierra prometida, allí donde todo era más fácil, abundante, donde se podía tener de todo sólo con alargar la mano (eso le dijeron). Sabía que no podría volver atrás, en su familia no lo entenderían y no quería ni pensar que le podía ocurrir, puede que incluso acabase cómo aquella infeliz que “deshonró” el nombre de su familia, lapidada. No tardó en encontrar a unos “traficantes de carne” que le pidieron todo lo poco que tenía, la forzaron, la subieron a una camioneta para después de una semana de camino, como borregos, sin comer, sin beber, sin poder asearse. La dejaron al borde de la playa y le dijeron que llegaría por la noche una patera que le acercaría a España, por lo menos tuvo la suerte de no enfrentarse a las concertinas de Melilla, terribles trampas que cortaban la carne, como lo que son, cuchillos. Subió a un barcucho medio inundado, con una mar terrible, de hecho, una ola se llevó, en mitad de la oscuridad a Said, tenía quince años, estaba débil, enfermo y no pudo agarrarse. Nunca más se supo de él. Nadie lloró, nadie preguntó. Son los riesgos del viaje.
Llegó a Tarifa, mojada, aterrada y empezó a hacer lo que ya sabía, andar, en dirección a ninguna parte, antes sabía donde estaba el norte, ahora no sabia ni donde estaba su vida. Conoció a Rachid, un marroquí con el que simpatizó, pronto vivieron juntos, en contra de su religión, menos mal que en su aldea no lo sabrían nunca, nunca volvería. Seguro que el mulá la mandaba lapidar. Se mudaron a una chabola hecha con chapas y cartones, en nada tenían una niña. Rachid cambió, dejó de ser aquel simpático joven para transformarse en un ser despreciable que le pegaba y que incluso la forzó a acostarse con otro a cambio de dinero. Un día dijo que no podía más y se atrevió a acercarse a la policía, le habían leído en un cartel que si denunciaba, todo se acabaría. Empezó un nuevo calvario.
Una amiga, la que hacía de médico porque, sin papeles cada vez era más y más difícil conseguir atención en el ambulatorio, la acercó a la comisaría. La dejó a la puerta porque no podía entrar, tampoco tenía papeles. Ella se atrevió a pasar el umbral de la puerta y decirle al señor que había en ella, “me pega, me insulta y me obliga a prostituirme”. En ese mismo momento se abrió un nuevo abismo a sus pies. Es verdad que la consolaron, es verdad que la ayudaron y que arrestaron a agresor, que Said acabó expulsado a Marruecos, no sin antes amenazar a Fátima de todas las formas posibles. Pero también es verdad que se dio de bruces con la intransigente legislación española. Al final la multaron y le abrieron un expediente de expulsión, aplicándole la polémica Instrucción 14/2005, que posteriormente fue derogada, aparentemente, aunque el daño ocasionado jamás reparado. Nadie, ni la amiga que sabía leer, ni la simpática agente que la consoló ni siquiera el abogado de oficio, le dijo que debiera haber solicitado el día que denunció una orden protección para que, si condenaban al agresor, pudiera pedir el papel que lo arreglaría todo, un permiso de residencia por motivos excepcionales. Consiguió escapar de comisaría, volvió a la calle, aunque esta vez sabía que no podría acercarse más a la policía porque la enviarían a Argelia, en el mejor de los casos, y allí sabía lo que le esperaba. Se vio abocada a una vida anónima, silenciada, invisible. Atrapada entre dos fuegos, no puede regresar pero tampoco puede vivir aquí. Subsiste prostituyéndose en un polígono, no sabe nada de su hija. Tiene miedo de los que la explotan pero la alimentan, vive en este mundo contradictorio en el que el miedo a denunciar sólo es superado por la idea de que la hagan volver. Pasamos por delante sin verla, preferimos ignorarla. Ignoramos una situación que padecen miles de mujeres, inmigrantes o no. No salen por la tele, en los periódicos no aparecen, son invisibles. Pero están aquí, con toda su fuerza, con todas sus ganas de salir del pozo en el que están metidas, necesitan de nuestra ayuda para salir de su invisibilidad. Los derechos humanos no saben de culturas, ni fronteras, ni lenguas. Ellas, también tienen derecho poder cumplir sus sueños, no se los neguemos.