Fausto vendió su alma al diablo firmando con su sangre. Al más puro romanticismo sin duda. Se condenó a la eternidad del castigo por poder y gloria. Es la angustia existencial lo que determinan el ansia de promover un idealismo sublime alrededor de cualquier concepto de los llamados universales. Así que el romanticismo encierra irremediable una angustia existencial irrefrenable y indeleble en el tiempo. Y para lograr la catarsis romántica simplemente acciona el mecanismo del drama del amor real bajo el yugo de la posesión carnal frente al deseo imaginario del que sugió el arquetipo del platónico Príncipe Azul. Son mundos diferentes dentro del complicado mapa emocional humano en el que lo visceral y lo racional conviven, se mezclan y se abrazan sin posibilidad de establecer un modelo actuación que no esté regido por el azar matemático del Universo. Finalmente, a pesar de comprender las consecuencias de los actos, el drama, que sin llegar a tragedia, se aviene a seguir un guión lleno de azarosas vicisitudes que hace fluir los pesares más profundos de nuestra frágil emocionalidad, esa que nos empeñamos en ocultar por miedo a ser devorados por el principio social del despecho del individuo, o del eslabón débil, en una comunidad social determinada. El romanticismo se recrea en recordarnos lo que nos gusta apreciar la crueldad de la existencia sobre los demás para autocomplacernos de nuestra relativa suerte. El romanticismo nos llama a la compasión más abrupta que se esconde en nuestros corazones endurecidos por las circunstancias de la vida natural y hace surgir la idea de Dios, del pecado y el castigo como un aliciente más para continuar existiendo. Y no hay mejor miedo escénico existencial que arder en el Infierno eternamente junto a Mefistófeles.