Juan Alonso
Aniceto vende el gallo de pelea –sangrante y adorado amigo – y su mujer lo abandona. Muere de dos balazos una noche escuchando su voz en la memoria de una mañana blanca. En esa última película donde casi no existen las palabras y los diálogos, Favio logra una poesía sublime basada en la pureza del tono ascético de los sentimientos, la autenticidad, y una nostalgia de provincia que merodea la pasión, los cuerpos, y el amor-desamor de los amantes.
Favio jamás dejó de ser aquel pibe que buscaba un destino. Filmó lo que vivió y lo que soñó. Era el chico de la calle, el solo, el del Reformatorio, el que tenía sed; el del ojo avizor.
“¿Está calientita la sopa?”, pregunta su Gatica, de la mano de Edgardo Nieva, al salir del Luna Park con la cara desfigurada por los golpes. No importaba si esa noche había ganado o perdido. Si se llevaba millones o monedas. Lo que valía era aquella complicidad de pan y caldo, con lo que había sido y (era).
Esos trazos culturales marcan la obra de un artista que tuvo que abandonar su pueblo natal para hacerse hombre y tardó una vida en hallar algunas respuestas. Entre ellas, aquellas sobre la construcción del amor. “El cine es un misterio, un acto de amor –dijo- no hay forma de escapar, uno es un empecinado”.
Escuchar sus canciones es retroceder a la infancia y a los viejos. Al aroma de los asados los domingos al mediodía. Sonaba “Fuiste mía un verano” con la calle hirviendo.
Fue el artista que mejor retrató el origen popular del peronismo, su mística, su gloria y su caída. Las paradojas de un país antropófago que mastica lo mejor de sí. Los trazos sociales de un conglomerado de voluntades adversas. La imagen de lo que fuimos y de lo que somos, ahora que con su muerte nos quedamos huérfanos de su mirada deslumbrante.
“¡Ma, sí!”, musita Aniceto y enciende un pucho, perdido.
Y es Favio el camina ahora ese sendero. Queda su obra eterna.
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