Revista Cine
Pongo la tele esta mañana y me encuentro que continua esa misa interminable celebrada ante una masa inabarcable de jóvenes que no se quieren perder detalle, aún a costa de soportar temperaturas infernales, a pesar de los rezos previos para que no hiciera demasiado calor. Además anoche una inoportuna tormenta de verano vino a interrumpir el discurso del papa, que no pudo enfrentarse a la furia de los elementos. Algunos dirán que fue la ira de Dios, que no puede consentir que su mensaje se tergiverse de ese modo, pero la explicación es mucho más prosaica: un fenómeno meteorológico que sucedió precisamente en ese momento. Ni la oración ni las ceremonias irracionales pueden influir en que la naturaleza siga su curso, por mucho que el discurso de la Iglesia nos intente convencer de lo contrario.
Desde el principio de su pontificado, una de las principales obsesiones del papa ha sido la conciliación imposible entre las ideas de fe y razón, términos antagónicos a mi parecer. El ideal para el catolicismo ha sido siempre el mismo: que toda la sociedad, incluidos los científicos, se plieguen a la doctrina de la Iglesia, que cualquier investigación , que cualquier descubrimiento sea compatible con la fe cristiana, y en este sentido habría que explicarles a los jóvenes cual es el auténtico mensaje del papa, de que les está hablando cuando lee sus discursos con esa voz monótona (al menos el papa anterior era un buen comunicador).
Benedicto XVI está ante todo angustiado por la falta de vocaciones, que bajan año tras año. A pesar de los miles de jóvenes reunidos en Madrid, un exiguo porcentaje de los mismos pretende consagrar su vida al servicio de la iglesia, como sacerdote o como monja (los roles están bien definidos) y el papa les pide que se comprometan, que lleven una vida de castidad y de servicio a la ideología religiosa. Por otra parte el papa les pide, como segunda opción, que se casen y tengan cuantos más hijos mejor. El otro día me horroricé cuando escuché a uno de esos locos a los que se les está dando voz estos días comentar que a los cristianos les gusta mucho el sexo, siendo la prueba de ello los catorce o quince hijos que suelen tener las familias del Opus Dei. Pero, eso sí, el sexo siempre dentro del matrimonio, sin posibilidad de divorcio (a no ser que se den ciertas circunstancias, o que la persona divorciada se haga miembro de la familia real). Sobre el aborto: que sea condenado en todas sus formas, aunque esté en peligro la vida de la madre, aunque el feto presente malformaciones terribles, aunque la mujer haya sido violada, algo que está en contradicción con la dignidad de la persona. Y sobre la homosexualidad, que la condenen siempre, que si tienen un hermano o un amigo homosexual, que lo consideren un desviado, y que intenten ayudarle para volver al camino correcto. Que no se queden en escuchar lo que les dice una persona famosa, que sale en la tele. Que reflexionen acerca de lo que significa ese mensaje para sus vidas y para las de los demás. Aún dentro de la iglesia hay grupos que apuestan por un diálogo más racional con otras posturas y por un retorno a la sencillez del mensaje (y de las formas) cristianas.
Claro es que en este penoso camino para conciliar fe y razón, flaco favor le han hecho al papa los escándalos de pederastía que salpican la iglesia desde hace años. Primero intentó ocultarlos, luego negarlos, luego ignorarlos y, cuando ya no ha tenido más remedio, los ha condenado, pero de una forma tibia, a mi parecer, como si fueran algo comprensible, una debilidad humana que puede combatirse simplemente trasladando al sacerdote de una diócesis a otra.
En esta semana han sucedido muchas cosas. Me ha desagradado mucho ver el enfrentamiento a gritos entre los componentes de las manifestaciones por el laicismo del Estado y los peregrinos. No me gusta nada que se llame a alguien ignorante por tener opiniones distintas. Desde mi punto de vista, andan errados, pero tienen todo el derecho a vivir y a pensar como quieran. El disgusto se me pasó en parte cuando leí que se había improvisado un debate en la Puerta del Sol entre ambos bandos acerca de la visita papal. Ese es el camino, por ahí se empieza.
En realidad las jornadas son una gran plataforma de propaganda para la iglesia católica, que funciona como esos grandes mítines de los partidos políticos: solo convencen a los ya convencidos, en un país en el solo el trece por ciento de la población que se define como católica va a misa todos los domingos (mucho menor porcentaje entre los jóvenes). No creo que se logren muchas conversiones con este espectáculo ostentoso, en el que se echa en falta un poco de autocrítica, que hablen del papel de la iglesia en la Guerra Civil y en el franquismo, que expliquen la rapacidad con la que las diócesis han usado y abusado de una antigua facultad para inscribir bienes inmuebles a su nombre en el Registro de la Propiedad (bienes temporales, pero que siempre vienen muy bien).
Pero la iglesia se funda en lo divino, no en lo humano, por lo que sus acciones tienen la virtud de la perfección. Además, me ha chocado como ciudadano ver a todas las autoridades del Estado doblando la cerviz frente al poder religioso y colaborando activamente en transmitir su mensaje intolerante. A algún responsable político le he escuchado reprochar que cuando se celebra el día del orgullo gay nadie protesta. También es cierto que esta celebración no paraliza una ciudad entera durante una semana y no cuenta con el entusiasmo de nuestra autoridades. El día en el que el Rey asista a la inauguración del día del orgullo, podremos decir que se ha normalizado definitavamente un país en el que persisten muchos usos del franquismo.