José Manuel Ortega, fotógrafo.
Doblamos la primera esquina del año y avanzamos por un febrero tan breve como imprevisible, capaz de proporcionar días de calor impropio que heladas inoportunas que hacen tiritar a las prematuras flores silvestres del campo. Extraño mes de transición que nos conduce del invierno a la primavera, sin mostrar particular querencia ni por uno ni por otra. Y anodino todo él en la austeridad de sus fechas y la ausencia de color de sus festivos, que sólo como artificio de la modernidad puede contener. Aun en su brevedad se hace extenso como el común de los meses, a los que iguala en desesperación por agotarlo y arrancarlo del calendario. Su única virtud son las imperceptibles señales de un cambio de estación que pronto se materializará en la limpieza de los cielos y la luminosidad de los días. Si no fuera por el ingenio de don carnal, que aprovecha este mes para desfogarse antes de la represión cuaresmal, febrero sería insufrible e insoportable. Ya sólo queda recorrer sus 28 jornadas sin dejarnos abatir por el desánimo o la impaciencia, puesto que el verano se adivina a la vuelta del próximo recodo.