El gesto severo y el lento parpadeo de quien está cansado de ver siempre lo mismo. La expresión amarga del que ha bailado abrazado a la desilusión más de un tango, proyectada a través de una boca mustia que sobrevive, modesta, bajo un solemne mostacho. Cabellera blanqueada por las nieves del tiempo, frente marchita y mirada limpia. Federico Luppi (Ramallo, Argentina. 1936) es el retrato vivo de un país, de una época y de una manera de hacer cine.Tomó contacto con el mundo de la actuación de forma azarosa cuando estudiaba dibujo y escultura, a través de unos compañeros que tenían un grupo de teatro, y desde entonces no ha parado. Se cuentan en torno a 70 películas desde aquel debut en Pajarito Gómez (Kuhn, 1964) al que siguió su primer protagonista en El romance del Aniceto y la Francisca (Favio, 1966) que sentaría las bases de una exitosa carrera cinematográfica. El prolífico actor argentino, ha compaginado durante su extensa trayectoria tanto el cine, como la televisión y el teatro, y cuenta además con una incursión en el mundo de la dirección.
A día de hoy, Luppi es una marca en sí mismo. Un certificado de calidad que comenzó a fraguarse allá por los años '70 en sus primeras colaboraciones con el director Héctor Olivera, y que le llevó a la cima del cine nacional en los '80 siendo la cara habitual de una vertiente social que trataba de reflejar la profunda inestabilidad política y económica de la Argentina de la época. En 1981 se encuentran, para nuestra suerte, dos talentos sin parangón en el cine hispanoamericano. Adolfo Aristarain en la dirección - otro que bien merecería una entrada en exclusiva - y Federico Luppi en la interpretación, iniciando una unión que se consolidaría a lo largo de los años dejándonos títulos memorables. En este caso, el tándem nos lega una de las joyas del cine argentino, Tiempo de revancha (Aristarain, 1981), en la que un Luppi mudo, deja sin palabras a la audiencia con su despliegue de talento. A este título le seguirán otros no menos imprescindibles de esta primera "edad dorada" de su carrera como Últimos días de la víctima (Aristarain, 1982), Plata dulce (Ayala, 1982) o No habrá más penas ni olvido (Olivera, 1983).
De Grazia y Luppi en Tiempo de revancha
A partir de aquí, el actor argentino desarrollará una carrera sensacional y constante, a pesar de los altibajos en la calidad del material que le llega. Destaca la versatilidad y el cambio de registro que ofrece en algunas películas españolas de los noventa como Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto (Díaz Yanes, 1995) o de principios de siglo como El espinazo del diablo (Del Toro, 2001). Pero entre la ingente cantidad de trabajo es de justicia resaltar con letras de oro tres grandes cintas que están por derecho propio entre las mejores del cine hispanoamericano de todos los tiempos y que, no por casualidad, pertenecen a un mismo director.La primera de ellas es un genial retrato de la vida misma que nos remite a lo esencial con esa naturalidad y ese equilibrio que sólo unos cuantos consiguen en pantalla. Un lugar en el mundo (Aristarain, 1992) es un cofre de emociones custodiado por tres titanes de la actuación: José Sacristán, Cecilia Roth y el que nos ocupa. Este cuento de ilusión y pérdida, esta dialéctica de las grandes ideas, es atemporal por su rigor y se agarra a la realidad a través de algo tan argentino y tan de todas partes como es la nostalgia.
Poncela y Luppi en Martín (Hache)
El segundo gran relato es Martín (Hache) (Aristarain, 1997). Posiblemente la más intensa, la más excesiva y la más rotunda de las tres. No necesariamente la mejor. En esta ocasión Luppi se desata y se desnuda en pantalla alcanzando unas cotas de "verdad" que sobrecogen. Acompañado de un extraordinario Eusebio Poncela y de dos estupendos Cecilia Roth y Juan Diego Botto, la cinta se erige con inusual fuerza sobre un sólido guión que hace las delicias del "respetable".La tercera en discordia no es otra que Lugares comunes (Aristarain, 2002), en la que el ramallense nos regala una descripción sosegada, madura y calmada de un hombre de vuelta de todo. Con el habitual desengaño de los personajes del director porteño, el pesimismo que provoca un país que parece afectado por una enfermedad crónica y los conflictos personales que ello genera, Luppi dibuja pinceladas de amor verdadero, trazos de dignidad y nobleza coloreadas con el estoicismo lúcido con que nos nutre el paso del tiempo en una circunstancia hostil.Quizás por un afán de desmitificación, quizás por la modestia congénita que le caracteriza, el maestro argentino siempra ha huido de esa concepción sofisticada y sesuda del oficio de actor. Luppi parece vivirla más como una actividad artesanal, huyendo del trance y la reflexión intelectual para configurar sus personajes a través de la simple empatía con la historia que se cuenta, la propia sencillez o el puro esfuerzo.Es un actor de raza, de tripas. Una turbina sigilosa que remueve dentro de sí la materia interpretativa y la despide en pantalla con una fuerza, una cadencia y una naturalidad excepcionales.
Sin duda, uno de los grandes nombres del cine hispanoamericano y, siendo más justos, "del lado de acá, del lado de allá y de otros lados".
Adolfo Aristarain y Federico Luppi en el rodaje de Lugares comunes