Esto de escribir el primer post im-perfecto de la segunda década del siglo XXI es una responsabilidad a la que la rotación obliga. Tendría que versar, supongo, sobre las nuevas aventuras en las que nos embarcaremos en este recién nacido 2011, típicas y tópicas, esto es, ponerse a dieta, mejorar el nivel de inglés (mejorar en algún caso puede sustituirse por adquirir, aunque nunca es tarde), machacarse en el gimnasio martes y jueves, empezar ese curso de cocina siempre pendiente...
Pero el calendario me lo sirve en bandeja. Es 4 de enero y estoy inmersa en la tarea de envolver regalitos que la mañana de Reyes serán desencueltos con avidez. Yo no he escrito carta, de hecho no he vuelto a hacerlo desde que tenía ocho años.
Entonces cursaba tercero de EGB y una tarde, tras una lectura vespertina en clase de un cuento que se llamaba "El tren de Laura", la señorita hizo algunas preguntas delicadas a un par de niños, niño y niña para ser exacta, cuyos nombres y apellidos no reproduciremos aquí para evitar represalias. A mi me encantaba ir al colegio, pero nunca he deseado tanto como aquella tarde infausta haber padecido una fiebre repentina o una erupción cutánea de causas ignotas, razones de peso que hubieran dejado mi pupite vacío. A la pregunta "¿Quiénes son los Reyes?" no le siguió la esperada retahíla de "Melchor, Gaspar y Baltasar, magos de Oriente" y toda la cantinela, sino un lacónico "Son los padres", que escuché junto a mis desafortunados compañeros.
Aclarada la identidad de los tres magos, que en realidad eran dos y sin conocimientos de magia, (aunque hacer encaje de bolillos y facturas para llegar a fin de mes con cuatro churumbeles es más sorprendente que cualquier truco que se precie), y no resultaban oriundos de Oriente sino de Asturias-patria-querida, comprendí de inmediato porque en la guantera del Mini rojo de papá encontré una tarde, camino del cole, una carta que nunca llegó a sus majestades. Cierto es que pedía el oro y el moro, a modo de la Barbie más in del momento, salón de belleza para la moza (no se puede estar tan divina sin un mínimo de cuidados), vestidos varios (porque donde esté un buen fondo de armario que se quite lo demás), pero yo pensaba que para unos señores reyes y magos no habría problema alguno. Me sentí triste, desolada y fui muy consciente de que no podía revelar el terrible secreto a mis hermanos, felizmente ilusos, y muchos menos a mis propios Reyes de andar por casa. Si ellos eran felices con el cuento, increíble comprendí entonces, de los camellos que entraban al salón sin hacer ruido para que los Reyes Magos nos dejaran los juguetes y se tomaran, de paso, un piscolabis de galletitas, yo iba a seguirles el juego.
Sólo un niño, o, en este caso, una niña es capaz de llevarse un berrinche como aquel que recuerdo y agarrarse con fuerza a los pocos minutos a un último asidero. "Menos mal que me queda Papa Noel", pensé.
Felices Reyes