Decir que uno es feliz suena casi ostentoso, un poco obsceno, como hablar de tu casa en Las Bahamas o de que amas y te aman sin considerar, siquiera por un instante, qué personas te rodean, quiénes son, qué hacen o hasta dónde puede o podría llegar su sufrimiento. Según como exprese su felicidad se puede saber si alguien es o no es empático. Con la felicidad pasa esto: solemos decir que lo somos o que queremos serlo, como si la vida fuera una persecución y ella el mayor reto. Pero nos cuesta explicarlo, decir qué es la felicidad o qué significa para cada uno de nosotros. Esa persecución, para muchas personas, termina siendo eterna. Creen que la felicidad es tenerlo todo y, como es natural, no siempre se consigue. Sólo cuando son realmente felices se olvidan de su objetivo, de la palabra, de cualquier cosa, porque están viviendo como jamás imaginaron que sucediera.
Hasta hace muy poco 'feliz' o 'felicidad' no formaban parte de mi vocabulario, y tampoco vivía persiguiéndola. Me parecía imposible alcanzar la felicidad completa, y decir felicidad completa ya es un pleonasmo. Decir 'felicidad' debería ser suficiente, un sustantivo potente, redentor y mágico. Yo me limitaba, tímidamente pero con mucha constancia, a preguntar a la gente si estaba contenta. Yo misma lo verbalizaba cuando sucedía y eso sí que lo buscaba: la alegría. Pero lo que conseguía, más que felicidad, era una hipermotivación extraña; todo me entusiasmaba. Si el conductor del autobús destacaba por un gesto amable o considerado, para mí ya estaba hecho el día. Buscaba en los demás algo que es sólo propio, algo que yo entonces no encontraba porque acumulaba mucha tristeza. Iba poniendo parches. Que me ha tocado crecer sin padres, bueno, pero tengo estos maravillosos abuelos, que los abuelos también se mueren, bueno, pero yo ya tengo 21 años, que me vengo a Madrid a estudiar y de repente me hace suya la soledad, 'bueno, estoy aprendiendo mucho, estoy escribiendo, yo voy, sigo, avanzo siempre, estoy contenta', me repetía, 'estoy contenta'.
En aquella época de mudanza emocional y física me llevé de la casa familiar algunos libros, antes de que desaparecieran. Entre ellos el volumen 'Lecturas para minutos', de Herman Hesse. No he leído los grandes libros de Hesse, ni 'Siddharta' ni 'El lobo estepario', háganme si quieren el escarnio, pero he leído otros que, no por menos conocidos deberían pasar desapercibidos. Recomiendo 'El Caminante' y las 'Lecturas para minutos', libro que yo hice más mío aún al descubrir en su primera página el nombre y apellido de mi padre: Gonzalo Yanke. Una de esas personas capaces de cometer los peores errores por las mejores razones.
El título ya me encanta. Hesse dedica, en sucesión aforística, unas cinco o seis páginas por materia a la Política, el Arte, la Sociedad y la Religión, a veces más páginas, a veces menos, pero a la Felicidad, en cambio, sólo le da una página, y ni siquiera entera. ¿Por qué sólo una página para la felicidad y tantas para lo demás?
Él lo explica:
"La felicidad nada tiene que ver con la ratio ni con la moral, es por esencia algo mágico, perteneciente a una etapa humana ancestral, infantil. La criatura feliz, regalada por las hadas, mimada por los dioses, no es un objeto para el análisis racional, es un símbolo, y está más allá de lo personal y lo histórico. Hay, con todo, personas privilegiadas cuya vida es inconcebible sin 'felicidad', aunque ésta sólo consista en que entre ellas y sus tareas se da una perfecta armonización en lo histórico y biográfico, en no haber nacido demasiado pronto ni demasiado tarde".
Fue en esas lecturas para minutos cuando me percaté de que, como Hesse, no pensaba demasiado en la felicidad, ni reparaba en ella, ni formaba parte de mis objetivos. En cambio, tal y como decía también Hesse, me sentía a menudo descontextualizada, no se daba en mí esa "perfecta armonización en lo histórico y biográfico". Había nacido demasiado tarde, o demasiado pronto. Entendí por qué hasta entonces, si surgía el asunto de si uno es feliz o no, citaba, quizá con una pedantería que buscaba en realidad tomarlo todo a risa, a Honoré de Balzac: "Se puede amar y ser feliz, y se puede ser feliz sin amar, pero amar y ser feliz es un prodigio".
Y es verdad, se puede. Se puede vivir bastante bien sin tener una próspera relación sentimental, o sin estar enamorado. Se puede estar más o menos contento con un trabajo mísero. Se puede ser feliz incluso viviendo en la calle. Lo sé porque tengo la suerte de que mi pareja, Despin Tchoumke, que ha conocido muchos infiernos, me lo ha relatado. Él era feliz viviendo bajo el puente de Segovia durante años porque estaba en España, porque tenía esperanzas, porque buscaba trabajo y a veces lo encontraba, porque a su paso surgían personas amables que lo ayudaban, porque aprendía español, porque algún día, él lo sabía, saldría de aquel lugar para vivir en otro mejor. Lo explicó Viktor Frankl, superviviente de un campo de concentración, en su libro 'El hombre en busca de sentido': se puede superar cualquier cómo mientras se tenga un porqué.
Los capítulos siguientes a la Felicidad, y últimos en el libro de Hesse, son el Amor y la Muerte. Un índice muy coherente, me parece. En realidad, Amor y Muerte complementan a Felicidad. Los tres unidos llegan a las cuatro o cinco páginas que, como decía, alcanzan el resto de capítulos y que rigen nuestra vida, queramos o no. Ya se han dicho, pero los repito: Política, Arte, Economía, Religión. Del amor y de la muerte cuesta hablar, quiero decir, hablar de verdad, sin quedarse en la superficie. Durante la época en que preguntaba a los demás si estaban contentos, también solía afirmar que me daba placer complacer. Y no mentía. Este deseo inocente lo expresaba bien Michel Houellebecq en su novela 'Plataforma', cuando hablaba del personaje Valerie:
"Del amor me cuesta hablar. Ahora estoy seguro de que Valérie fue una radiante excepción. Se contaba entre esos seres capaces de dedicar su vida a la felicidad de otra persona, de convertir esa felicidad en su objetivo. Es un fenómeno misterioso. Entraña la dicha, la sencillez y la alegría; pero sigo sin saber por qué o cómo se produce. Y si no he entendido el amor, ¿de qué me serviría entender todo lo demás?".
Ahora que ya sufrí casi todas las muertes (cosa que me permitirá, llegado el caso, y siempre llega, asumir mejor las siguientes), ahora que hice mi trabajo de construcción personal, ahora que siento en mí un amor que crece, puedo decir, como Pedro Salinas, que estoy dispuesta siempre a la felicidad inminente.
Miedo, temblor en mí, en mi cuerpo: temblor como de árbol cuando el aire viene de abajo y entra en él por las raíces, y no mueve las hojas, ni se le ve. Terror terrible, inmóvil. Es la felicidad. Está ya cerca. Pegando el oído se la oiría en su gran mancha subceleste, hollando nubes.
C. Marco