Releía no hace mucho “Lo que creo”, parte de la obra de Bertrand Russell que en España apareció recogida en el libro “Por qué no soy cristiano”, dado a la estampa por Edhasa en 1977 (el tiempo pasa, corazón), y más tarde negativamente emulada por el básico José Antonio Marina en su “Por qué soy cristiano”. Nada que ver. Son dos mundos a infinita distancia intelectual.
Pues bien, recoge el inmenso Russell, en el apartado “Reglas morales” del antedicho trabajo, un par de ideas muy interesantes:
Las reglas morales no deben hacer imposible la dicha instintiva (…). Pero cuando las reglas son tales que sólo pueden obedecerse disminuyendo grandemente la dicha de la comunidad, y cuando es mejor que sean infringidas que observadas, es indudable que ha llegado el momento de cambiarlas.
La dicha instintiva… Estamos llamados a ser dichosos, a disfrutar. Si le hacemos caso a Russell (nos va mucho en ello), no hemos de depreciar la dicha que él adjetiva como instintiva; esto es, aquella “que es obra, efecto o resultado del instinto, y no del juicio o de la reflexión”. Se está dando en los últimos tiempos una alarmante regresión intelectiva y moral hacia el desprecio de los instintos, de aquella animalidad necesaria que nos reconcilia con nuestro yo, devolviéndonos su verdadera imagen recompuesta, no descompuesta por absurdas moralinas que únicamente incrementan el hipócrita flujo de la doble vida. Incluso en los ambientes gays más desinhibidos, un cierto “apostolado” invisible (extensión de religiosas y beatas garras) se deja sentir por doquier, requiriendo la identificación del sexo con el amor.
Por qué. ¿Es que hay que estar enamorado para disfrutar de la instintiva dicha del sexo? En absoluto. Es más, es sanísimo para el cuerpo y la mente fornicar muchísimo, cada día muchas veces (ay), hasta la extenuación, sin más acá ni más allá. El amor es otra cosa, que incluye sexo pero ni lo supone ni ha de cercarlo, encarcelarlo o celarse de él. El sexo es eso, sexo, puro, delicioso, liberador instinto que todos, naturalmente, estamos llamados (por nuestra naturaleza) a practicar.
Digan lo que digan quienes inventan esas leyes que pretenden esclavizar nuestra mente agarrándonos por los bajos (Wilde lo expresó finamente), no debemos consentir sus constricciones, sus sofismas sólo en apariencia morales o inteligentes. Particular atención y vigilancia hemos de mantener hacia quienes quieren detentar la supremacía moral desde las diferentes religiones, siempre en detrimento de nuestra libertad, nuestra autonomía personal y nuestra dicha. De ellos dice Russell que fallan en dos aspectos como maestros de moral: condenan actos que no causan daño y perdonan otros que hacen mucho daño. De este modo -continúa-, sólo pueden causar daño como guardianes de la moral de los jóvenes. Que son, desafortunadamente, su principal campo de acción o… coto de caza.
Por tanto, infrinjamos sus reglas, esas falsas promesas de felicidad, bienaventuranza, disfrutes en un más allá del que ellos mismos abominan porque su más acá es increíblemente cómodo y placentero.
Fíjese el lector, si no, en el daño que las religiones nos han causado y nos siguen causando a las personas gays. Daño que persisten en perpetuar de mil maneras, siempre en connivencia con una clase política de corte totalitario, sus acólitos o brazo secular.
A las religiones, concluye Bertrand Russell, les interesa el fenómeno que ellas mismas provocan: la doble moral, la hipocresía, que es un halagador tributo a su poder.
Libérate. Tienes derecho a ser dichoso. Sólo tú eres fuente de moral. Sólo tú eres tu dios.
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