A Felipe González debe escuchársele como hombre de Estado cuando, a sus 73 años y fuera de la carrera política, pronuncia una de sus sagaces y rotundas sentencias fruto de su experiencia, perspectiva y visión histórica.
Acaba de llegar de Venezuela, a donde viajó representando a medio centenar de expresidentes de gobierno de distintos continentes para apoyar a los abogados de los presos políticos, en especial de Leopoldo López y Manuel Ceballos, en huelga de hambre desde casi hace tres semanas.
“Venezuela es un país destruido desde el punto de vista económico y de seguridad”, dijo a su vuelta después de que el presidente Nicolás Maduro le impidiera reunirse con López, internado en una cárcel inmunda.
“No hay bienes básicos, no hay medicinas básicas”, advirtió, para añadir que Maduro “es el responsable de la catástrofe”.
Cuando los periodistas le preguntaron sobre Podemos, cuyos dirigentes asesoraron a Chávez y Maduro, y se mostraron poco satisfechos con su viaje a Caracas, respondió con una frase lapidaria, corta y poderosa aludiendo a los insultos del venezolano “prefiero contestar a Maduro que contestar a los monaguillos”.
He ahí lo que piensa González de quienes le están haciendo marcar el paso a su PSOE, al que él refundó en 1997.
Aunque podría referirse también a su sucesor actual, Pedro Sánchez, que había prometido no negociar con ese grupo antisistema, populista y chavista, pero al que está entregándose por mendrugos en ayuntamientos y CC.AA.
Nadie puede negar los errores de González, su posible tolerancia con el GAL ni la corrupción de los últimos años de sus mandatos 1982-1986.
Pero hasta sus mayores opositores aceptan sus avances sociales, económicos e internacionales que culminaron con una democracia española respetada y situada entre las diez mayores potencias del mundo.
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SALAS