Santa Claus dejó bajo mi árbol papel, bolígrafo y un puñado de fantasía. Así fue como surgió ALGUNAS NAVIDADES DESPUÉS, el relato homenajes a uno de los cuentos más bonitos que se han escrito jamás y que yo os regalo a todos vosotros cada Navidad y que ya se ha convertido en una entrañable tradición.
Dickens nos dejó esa pequeña maravilla titulada A CHRISTMAS CAROL. ¿Nunca os habéis preguntado qué fue de Tiny Tim y de Ebenezer Scrooge? Como yo adoro los finales románticos y felices, así imaginé yo que serían las cosas. Por todos vosotros, con mis mejores deseos, y que el año 2013 venga cargado de alegrías compartidas, porque sólo así se disfrutan de verdad.
"ALGUNAS NAVIDADES DESPUÉS...", por Olivia Ardey©
Scrooge estaba vivo, para empezar.
Y más feliz que nunca aquella tarde de Navidad. Sentado frente a la chimenea, sacudió el recipiente en el que calentaba granos de maíz y sonrió satisfecho. Gracias a aquella terrorífica noche tan lejana, supo combatir el futuro funesto que vaticinaban las visiones mostradas ante sus ojos por el tercer fantasma. ¡Bendita Navidad aquella!, porque a partir de entonces había gozado de la vida como de un regalo del destino, dichoso e inesperado.—¿Cuándo estarán las palomitas, tío Eb? ¡Tardan mucho! —protestó el pequeño de ojos claros que tenía sentado en el regazo.
El maíz empezó a crepitar en el interior del recipiente de rejilla metálica.
—Un momento, pequeños —advirtió—. No seáis impacientes…
Los niños que se arremolinaban a su alrededor comenzaron a dar palmas, ansioso por saborear las deliciosas palomitas recién sacadas del fuego.
Hacía años que el viejo Ebenezer se había mudado de su enorme y vacía mansión para vivir en casa de su sobrino Fred, convirtiéndose así en un verdadero abuelo para sus cuatro sobrinos nietos. En ese momento se encontraba rodeado por un total de diez pequeños de todos los tamaños y edades. La casa de Fred se llenaba de amigos y parientes cada Navidad y Scrooge era feliz ejerciendo de niñero improvisado.
—¡Con cuidado! Si os arrimáis demasiado, podríais quemaros —rogó.
Una niña le acercó un bol enorme. Scrooge destapó el recipiente de hierro, pero mientras lo inclinaba estallaron un par de granos. Las palomita saltaron por los aires y los niños chillaron ante aquella inesperada tormenta de nieve, mientras el anciano reía con ganas.
—A veces pienso que eres más niño que ellos —dijo una voz a su espalda.
Scrooge miró por encima del hombro; Timothy Cratchit, lo estudiaba muy serio con las manos a la espalda. El anciano se encogió de hombros, y con una agilidad impropia de su edad, agarró el bastón y se puso en pie mientras los niños andaban a la caza de las palomitas esparcidas por la alfombra.
—La vida es muy corta, Tim; tienes que aprender a disfrutar de ella.
Estudió el gesto sombrío de aquél joven, al que quería como a un hijo. El pequeño Tiny Tim, aquél niño enfermizo, se había convertido en un hombre. Un joven alto y apuesto con mucho éxito entre las mujeres. Pero él no solía prestar atención a las miradas seductoras y suspiros femeninos que despertaba a su paso. Parecía que todo su interés se centraba en su trabajo, un puesto importante en la Banca de Londres.
Aunque el viejo Scrooge intuía que el corazón del joven latía en secreto por una mujer; por la pelirroja escocesa de ojos claros y soñadores que en ese momento Timothy contemplaba con una expresión atormentada.
—¿Has hablado con Jane? —preguntó el anciano; Timothy negó con la cabeza—. ¿Dónde está tu valentía? —lo provocó.
—No se trata de eso —replicó sin apartar la vista de la muchacha—. No puedo decirle la verdad. Me odiaría si supiera que la hemos… que yo la he estado engañando.
El joven recalcó las últimas palabras con pesar, en un tono no exento de culpa.
—Algún día tendrás que ser sincero con ella. No permitas que viva engañada. Con ello sólo consigues poner en peligro su felicidad… y la tuya.
Timothy chasqueó la lengua molesto.
Ebenezer Scrooge sacudió la cabeza refunfuñando por lo bajo. Cuando Tim le confesó meses atrás que había accedido a ayudar a su amigo Herman Black, ya le advirtió que aquél asunto no podía acabar bien. Pero él, desoyendo sus consejos, continuó con aquella farsa. El tiempo había demostrado que el que Timothy consideraba su mejor amigo, resultó ser un cobarde. Un irresponsable sin sentido del deber, que no dudó en embarcarse en el puerto de Southampton y huir rumbo a Nueva York en cuanto Jane le comunicó que iba camino de Londres dispuesta a conocerle en persona y formalizar el compromiso.
—Jane tiene un corazón enorme, creo que subestimas su capacidad para perdonar —insistió Scrooge.
—No creo en los milagros —zanjó Timothy dándole la espalda.
Scrooge contempló como el joven se alejaba hacia el otro lado del salón en busca de un grupo de invitados. Al anciano no le pasaron desapercibidas las miradas furtivas que entrecruzaban él y la bella escocesa. La expresión de Timothy reflejaba un tormento interior, con toda seguridad fruto de los remordimientos. En cambio, la mirada tímida de Jane, reflejaba azoramiento y algo que Scrooge no había olvidado: aquellos ojos eran los de una mujer apasionada.
Apoyado en su bastón, estudió a Timothy de arriba abajo recordando a aquél niño enfermizo condenado a una muerte temprana... ¿Y era él quién no creía en los milagros? ¡Qué equivocado estaba! El anciano decidió demostrarle que sólo la magia de la Navidad tiene el poder de convertir en realidad los buenos deseos y hacer posible cualquier milagro.
Al otro lado del salón, Jane escuchaba sin demasiado interés la divertida conversación que mantenía la esposa de Fred con algunas de sus invitadas. Con disimulo miró a Timothy Cratchit; él pareció percibir su escrutinio y giró la cabeza. Sus miradas se encontraron y Jane desvió la vista azorada al notar que empezaba a ruborizarse. Se sentía confusa y arrepentida; se estremecía cada vez que recordaba el cálido placer de los labios de él sobre los suyos… Nunca debió ceder a la tentación de sus besos, y se odiaba a sí misma por su propia debilidad, por haber caído en brazos del mejor amigo de su prometido. Estaba segura de que el señor Cratchit tendría un pésimo concepto de ella por su actitud libertina.
¡Maldito destino! Amaba a Herman Black, pese a haberla abandonado casi a las puertas del altar. Mientras permanecieron separados, él en Londres y ella en Escocia, logró adueñarse de su corazón con decenas de cartas llenas de ternura. La había humillado ante todo Londres y aún así lo amaba.
Pero Timothy Cratchit despertaba en ella un sentimiento desconocido, una atracción que la encendía por dentro. La mortificaban los remordimientos, porque a pesar de amar al hombre equivocado, soñaba con la magia de sus besos.
Con ayuda de su bastón, Scrooge se aproximó hasta Jane y la joven, al verlo llegar, le dedicó una amplia sonrisa. Aquél hombre que durante años cultivó fama de avaro y mezquino, se había convertido en un anciano adorable.
—Estamos en Navidad señorita Jane, es tiempo de alegría. ¿Cuál es la causa de tanta melancolía? Quizá… —sugirió mirando a Timothy.
La joven parpadeó avergonzada; Scrooge la tranquilizó con una sonrisa cómplice.
—Imagino que conoce mi situación—dijo Jane bajando la vista—, se que todo el mundo habla de ello. ¡El señor Cratchit ha sido tan amable conmigo!
—Un gesto de caballerosidad que le honra —aseguró entornando los ojos—. E imagino que se ha esforzado en consolarla.
Jane fijó la vista en sus guantes completamente ruborizada y Scrooge sospechó que las atenciones de Timothy hacia la muchacha habían sido mucho más que de un par de besos inocentes.
—Jane, créame, no debe arrepentirse de nada —aseguró para tranquilizarla—. Y no dedique ni uno de sus pensamientos a ese sujeto miserable. Él no la merecía.
—Olvidar al señor Black no será tan sencillo, señor Scrooge —murmuró con un suspiro.
—¡Si apenas se conocían! —refunfuñó.
—Se equivoca. Su comportamiento ha sido imperdonable, pero nunca podré olvidar todas y cada una de las palabras que me escribió en sus cartas.
—Es usted muy joven Jane —añadió—, y tan inocente… ¿Usted cree que de haber sentido todo el amor que le expresaba en esas cartas habría huido de usted?
La joven alzó el rostro angustiada; empezaba a sospechar que había sido víctima de un engaño.
—¿Qué quiere decir? ¿Cree que me mintió todo el tiempo?
—Tal vez —aventuró rascándose la barbilla—. Juraría que esas cartas las escribió otra mano…
Jane apretó los labios para ahogar un sollozo. Notó que se los ojos se le llenaban de lágrimas y murmurando una breve disculpa se alejó a toda prisa. Scrooge se sintió culpable al verla abandonar precipitadamente la estancia por una de las puertas de salida al balcón. Pero a pesar de ello, esbozó una sonrisa triunfal cuando vio que Timothy corría tras ella con semblante desolado. «Y ahora, a esperar que suceda el milagro», pensó mirando hacia el balcón con picardía.
Jane trataba de serenarse con ambas manos apoyadas en la balaustrada del balcón. Cuando oyó que la puerta se abría a su espalda, giró la cabeza y se secó las lágrimas a toda prisa a fin de mantener la compostura.
—Señor Cratchit…
—Señorita McRee, permítame —murmuró quitándose la chaqueta para cubrirle los hombros—. Quiero que sepa que abomino del comportamiento imperdonable de Herman Black.
—Gracias —susurró ella en voz baja—. El primo Fred ha sido tan amable brindándome su hospitalidad. Comprenda lo bochornoso que sería para mí regresar a Escocia y…
—Señorita… ¡Oh, Jane! Esto es absurdo —protestó con un suspiro de impotencia—. No podemos guardar las formas de este modo después de todo lo que hemos compartido… —susurró abrazándola por detrás.
—No… no estuvo bien —titubeó arrepentida.
—Cada vez que pienso lo que estás sufriendo por culpa de ese desalmado… sería capaz de matarlo con mis propias manos —masculló con ira contenida.
Notó que se ella se agitaba por los sollozos, y haciéndola girar entre sus brazos, la abrazó con fuerza. Jane recostó la cabeza sobre su pecho sin poder contener el llanto.
—Jane, permite que cuide de ti —murmuró apoyando la mejilla en su cabeza—. Me atormenta pensar que no sientes nada por mí, que todo tu amor pertenece a Black. Pero me conformaré con lo que estés dispuesta a darme. Por favor, cásate conmigo y me harás el hombre más feliz de la tierra.
—No puedo —sollozó—. No sería justo.
—No te pido que me ames.
—No lo entiendes —le explicó más serena.
Timothy sacó un pañuelo de su bolsillo y le secó las lágrimas con delicadeza. Ella alzó el rostro para mirarle a los ojos.
—Acabo de descubrir que he sido víctima de una broma abominable por parte de ese hombre y de alguien que se prestó a colaborar en el engaño. Ahora tengo la certeza de que no fueron suyas ni una sola de las palabras que lograron conquistar mi corazón.
—Jane, debes saber…
—No sería justo para ti que aceptara ser tu esposa, cuando estoy enamorada de un desconocido que me dedicó las cartas más maravillosas que una mujer pueda soñar.
Timothy se quedó sin aire, la abrazó con muchísima fuerza; Jane podía sentir los latidos acelerados de su corazón en su mejilla.
—Jane, ¿estás segura de amar a ese hombre?
—Con todo mi corazón —sollozó de nuevo.
—¿Tanto como para perdonar? —ella alzó el rostro y lo miró perpleja; él respiró hondo antes de continuar—. ¿Y si ese hombre no hubiese mentido? ¿Si todo lo que decían las cartas fuera cierto?
Jane le tapó la mano con la boca para impedir que continuara hablando. Durante unos segundos se olvidó hasta de respirar; no podía apartar sus ojos de los de él. Retiró la mano de su boca y acarició su mejilla.
—Si todo lo que decían las cartas era verdad —logró decir por fin—; no se trataría de un engaño. ¿Tú…? —él asintió en silencio, y ella exhaló todo el aire contenido en sus pulmones—. ¡Debería abofetearte!
Pero en lugar de cumplir con su amenaza, se abrazó muy fuerte a él, escondió el rostro en su pecho y comenzó a reír con suavidad.
—Jane, Herman nunca ha sido un hombre paciente —le explicó—. Me rogó que le ayudara a redactar las cartas que te enviaba con la excusa de que no sabía cómo cortejar a una mujer. Supongo que al principio le pareció divertida la idea de la seducción, pero nunca estuvo dispuesto a asumir un compromiso.
—Maldito embustero —masculló furiosa, pero extrañamente feliz— y maldito tú también.
—Lo que empezó como un juego, pronto se convirtió en algo demasiado serio para mí. Ansiaba recibir tus cartas y lo único que me mantenía cuerdo era poder compartir contigo todo lo que tengo aquí dentro —dijo llevándose la mano de ella a su pecho—. Cuando llegaste de Escocia sólo podía pensar en tenerte aunque fuera una vez, en besarte hasta robarte el aliento, en acariciarte una y mil veces.
—¿Y no se te ocurrió pensar cuánto sufría yo? ¡Me atormentaban los remordimientos!
—¿Por qué? —preguntó sinceramente sorprendido.
—Acababa de romper mi compromiso —alegó incómoda—. Y desde la primera vez que te vi, la pasión se impuso a mi voluntad y me dejé dominar por el deseo —confesó en voz baja—, con un descaro que escandalizaría...
Él le tomó la barbilla y la miró a los ojos.
—¿Deseo? —preguntó en tono íntimo.
Ella asintió con la cabeza. Timothy la atrajo por la nuca y se apoderó de su boca abriéndole los labios con codicia, buscando la caricia de seda de su lengua, loco por saciarse de ella, de su sabor. Cuando por fin se separaron, se miraron a los ojos con la respiración agitada y él apoyó su frente en la de ella.
—¿Seguro que todo en esas cartas era cierto? —preguntó Jane.
—Cada palabra.
—Dicen que los ingleses prefieren a las mujeres de cabellos oscuros —dijo dudosa—. ¿Es cierto que adoras…?
—¿Tus «rizos de fuego»? —recordó con media sonrisa lo que había escrito en una de las cartas.
—¿Y las pecas sobre mi nariz?
—«Polvo de estrellas» —recordó también en voz baja—. Y ahora, dime que te casarás conmigo.
—Sí —susurró.
Ella le rodeó el cuello con los brazos para devorarse con un beso largo y sensual.
—Puedo oír tu corazón —dijo Jane acariciando su pecho.
—«En mi interior un volcán» —recordó Tim de nuevo las cartas besándola en el cuello.
—«Y yo lava pegada a ti» —continuó ella, cada vez más osada.
—¿A quién amas, Jane? —le mordisqueó la mandíbula.
—A ti.
La boca de él inició un sensual recorrido a lo largo de su cuello.
—Porque yo te amo con desesperación —confesó sin dejar de besarla y notó que ella se estremecía entre sus brazos—. «Siempre mía, Jane» —murmuró buscando su boca—, «yo dentro de ti y tú…»
—«…para siempre en tus brazos prisionera» —susurró en sus labios antes fundirse en el más apasionado de los besos.
Portada del para mí mejor ilustrador de todos los tiempos, Norman Rockwell, para el Saturday Evening Post del 15 de diciembre de 1934. Bob Cratchit con su hijo Tiny Tim en brazos y la famosa frase del pequeño "Que Dios nos bendiga a todos".