Fue el día de Difuntos de 1906, en Sevilla. Fernando Marquese, guardia a punto de jubilarse, se resbaló de la que regresaba a su casa. La lesión pintaba tan fea que quienes le socorrieron no dudaron en llevar al anciano a la Casa de Socorro, sin entender muy bien la pertinaz oposición presentada por el buen señor.
Marquese rondaba los sesenta años y, aunque llevaba más de treinta años viviendo en Andalucía, tenía un aflautado y delicado acento del que en el Cuerpo se habían burlado no pocas veces: a fin de cuentas, pensaban, era francés. De París, dijeron los periódicos; de Bayona, dice el censo de Sevilla de 1900, que sitúa al anciano, casado, viviendo en el piso alto del 10 de Abad Gordillo. Había llegado a España hacía casi medio siglo, acompañado de su padre Fernando y tras cumplir con sus obligaciones en el ejército francés. Allí, en la infantería de Marina, donde sirvió, Marquese no lo había pasado bien. Sus compañeros se mofaban porque, según decían, tenía modos de muchacha, cadencia al andar y voz femenina; tal vez por venganza, años después, se casó con una andaluza de rompe y rasga, de las de girar la cabeza, de las que no dejaban rastro de duda de aquella virilidad que, dicho sea de paso, Marquese nunca se había molestado en fingir.
De modo que se cayó. Y el pequeño cuerpo del guardia francés había quedado tan contraído, tan paralizado, tan mal, que a los médicos de la Casa de Socorro sevillana no les quedó más remedio que despojarle de sus ropas para curarle las heridas en ese tipo de lugares que el ser humano siempre tapa en sociedad. La sorpresa, ¡cómo decirlo!, fue mayúscula: bajo la ropa interior, Fernando Marquese no tenía atributos masculinos, sino que éstos eran inequívocamente femeninos.
Como quiera que cuatro ojos ven más que dos, y ocho más que cuatro, aquel primero de noviembre del año seis desfilaron frente a la camilla de Marquese todos y cada uno de los médicos y demás sanitarios que trabajaban en la Casa de Socorro, y alguno más al que llamaron al efecto. No cabía duda: Fernando Marquese, que había desempeñado sin queja alguna el puesto de guardia en Sevilla desde hacía más de treinta años, era una mujer de los pies a la cabeza. Acorralado y descubierto en el mayor secreto de su vida, al francés no le quedó más remedio que confesar que, desde muy joven, había vestido ropas masculinas. Primero porque le resultaban más cómodas para desempeñar las faenas del campo a las que se dedicaba también el padre, y después, por costumbre; como hombre había servido de cocinero en París, como hombre se fue al servicio militar y como hombre, en fin, había acabado tratándolo hasta su padre, único sabedor sobre la faz de la tierra del secreto de Fernando, a quien él había llamado Fernanda años atrás.
El escándalo fue mayúsculo. La noticia llegó a las páginas de los periódicos de toda España, amargando, suponemos, el tiempo que le quedaba a Fernando por vivir. No lo tuvo fácil. El 8 de noviembre de 1906, el periódico La Época daba cuenta del giro radical que había dado la vida del buen guardia en apenas una semana:
La mujer guardia, Fernanda Marquese, está atravesando una crítica situación, hasta el extremo de que no puede salir a la calle, porque los chiquillos la apedrean. Además carece de recursos, pues le han sido negados los haberes de sus últimos tiempos de policía.
Se asegura que piensa ausentarse de Sevilla.
Y no supimos más. Marquese posó para el fotógrafo Julián Barrera -la foto se conserva en el fondo de imágenes del ABC– con la expresión desafiante de quien nunca ha prestado atención a las convenciones sociales ni piensa hacerlo, inconsciente del revuelo que su vida (privada, en el fondo) había causado en el seno de una sociedad mojigata y cerrada que, sin embargo, comenzaba a abrirse muy poco a poco. El propio caso de Marquese tuvo, como siempre, dos vertientes: la frívola y la reflexiva. Esas navidades arrasó en el Teatro Barbieri una obrita sicalíptica creada al efecto por un tal Vicente Obispo: “La mujer guardia”, según El Heraldo de Madrid,
… cumple el fin para que ha sido escrita, que es exhibir unas cuantas muchachas ligeritas de ropa y muy guapas.
Pero también el caso Marquese sirvió para replantearse lo que hasta entonces habían sido verdades absolutas. Para muestra un botón: el discurso (progre para la época, aunque no lo parezca) que publica, firmado por un tal Sastre de Campillo, el diario El Liberal el 3 de noviembre de 1906:
Ahora me da que pensar esa tendencia de las muchachas a cortarse el pelo y de los pollos a dejarse las melenas, ahora me intriga la razón de que esté haciendo entre las damas tanto furor el cigarrillo turco, como entre los galanes los relojes de pulsera.
¿No será todo ello obra de la mano oculta del feminismo que va elaborando esta insensible y paulatina transgresión del ropaje para el amparo de ella, y también paulatina e insensiblemente conseguir la confusión externa de los sexos como base de la unificación de los derechos y de los deberes?
(…) ¿Quién, después de la suplantación de Sevilla, con treinta años de éxito, como los específicos más acreditados, convence ya a la opinión publica de que no hay entruchados femeninos en todas las entidades del Estado?
¡Y todo lo que quedaba por ver!