Durante estas Navidades, además de las típicas fotos cursis y azucaradas hasta la diabetes con las que nos hemos felicitado las fiestas, ha corrido como la pólvora entre los usuarios de las redes sociales, el llamado " Negro del Whatsapp". Este negro, que seguro conocerá perfectamente a no ser que aún se encuentre en el paleolítico inferior de la tecnología, destaca por tener un auténtico "problema" entre las piernas en forma de pene de a metro, formando parte de multitud de "memes" y fotos jocosas a cuenta del dichoso negro superdotado. Vista la foto, no hay duda de que dicho "especimen" es producto de la tecnología del Photoshop, por lo que sería una simple ficción. Sin embargo, este "problema " existe en realidad y, sin ir más lejos, Fernando VII, uno de los reyes españoles más conocidos, disponía un aparato genital de tal magnitud que, según las crónicas, no desmerecía en nada al de tan mediático negro.
"Según la dama que me contó la historia, su miembro viril era delgado como un bastón de cera de lacrar en la base y grueso como un puño en la extremidad, además de largo como un taco de billar", así explica Próspero Merimée en sus "Siete cartas de Merimée a Stendhal" el chafarderío que le había llegado del monstruoso rabo del llamado Rey Felón. No obstante, y a pesar de las habladurías, que siempre tienden a caricaturizar aquello que comunican, la realidad es que el monarca tenía un serio inconveniente, al tener un pene que sobresalía la media de la población. Bueno... de hecho no era él el que tenía el problema, sino sus parejas de cama.
Efectivamente, la mitología popular machista acostumbra a decir que tener un gran pene es una cosa buena e incluso admirable. La lástima es que la realidad dice totalmente lo contrario y si no, que se lo digan a cualquiera de las cuatro esposas que tuvo Fernando VII, ya que si bien la "espada" puede ser grande y larga, también es verdad que ha de estar en condiciones (necesita mucha más sangre para despegar) y necesita de una "funda" que dé la talla para envainarla correctamente y más si tenían que tener descendencia. Y no era el caso.
Así las cosas, la primera, Maria Antonia de Nápoles -prima suya- tuvo dos abortos y murió en 1806 tras 4 años de matrimonio, sin descendencia. La segunda, María Isabel de Braganza (sobrina de Fernando VII), dio a luz a una niña que murió a los 4 meses; volvió a quedar embarazada y murió durante la gestación, posiblemente debido a una negligencia médica.
La tercera, María Josefa Amalia de Sajonia -otra sobrina-, era una niña de 15 años ( ver Las "fogosas" noches de boda de los reyes europeos) criada en un convento y obligada a casarse en 1819 con un vejestorio de 35 más salido que el pico de una plancha, que al ver "aquello" que el rey tenía entre las piernas, se negó en redondo a tener sexo con él, hasta el punto que tuvo que mediar el mismísimo Papa para convencerla de tener relaciones . Murió de fiebres 10 años después sin haber tenido descendencia.
Y, para acabar, la cuarta, Maria Cristina de las Dos Sicilias -otra sobrina, y ya iban 3, ésta de 23 años- de la cual se cuenta que, para hacer el amor con su marido (el cual, enfermo de gota y obeso, tenía 45), se hizo confeccionar un almohadón con un agujero en medio, para poder modular el descomunal tamaño del sexo del rey. Fruto de esta relación in extremis -el rey ya empezaba a estar mayor para según qué cosas- tuvo dos hijas, la mayor de las cuales fue la conocida Isabel II ( ver El rey de España llamado Paquita), y sin conseguir obtener el deseado hijo varón. Inconveniente que hizo cambiar a Fernando VII de ser un misógino rematado a un claro defensor de los derechos sucesorios de las mujeres al trono; más que nada porque si no, en vez de su hija, sería su queridísimo (oigase un grillo de fondo) hermano Carlos el que lo haría.
Así, de esta forma, los inconvenientes sexuales de un rey excesivamente dotado para unas cosas, pero demasiado poco para otras (cosas de la endogamia) desembocaron en una cinta continua de reinas pasando por el arco de triunfo real, en la derogación de la Ley Sálica para que su hija Isabel pudiera reinar y, de rebote, en tres guerras de sucesión -las Guerras Carlistas- que sembraron el caos y destrucción en la España de la primera mitad del siglo XIX.
Para que después digan que el tamaño no importa.