Resulta chocante ver cómo las administraciones, durante los últimos tiempos, han sido reticentes a prohibir las corridas de toros, a pesar de las voces -cada vez más altas- contra "la fiesta" y ante la absoluta indiferencia de una gran mayoría. Es justamente por el hecho de mantenerlas activas a capa y espada, en un mundo en que la violencia contra los animales produce más repulsa a cada día que pasa, que, escudados en el mantenimiento a ultranza de una tradición, cada vez queda más patente el papel meramente político de la promoción del toreo. Y por si hubiera alguna duda, simplemente hay que ver las razones por las que, después de la prohibición total de las corridas por parte de Carlos IV, su hijo Fernando VII las volvió a instaurar y, no solo eso, sino que las promocionó activamente al mismo tiempo que cerró todas las universidades españolas durante dos cursos. Curioso cuando menos.
Cuando en 1805 el rey Carlos IV decidió aplicar en serio la ley que desde 1771 prohibía las corridas de toros con muerte por " poco conformes a la humanidad que caracteriza a los Españoles, causan un conocido perjuicio a la agricultura por el estorbo que oponen al fomento de la ganadería vacuna y caballar, y el atraso de la industria por el lastimoso desperdicio de tiempo que ocasionan en dias que deben ocupar los artesanos en sus labores", no se produjo ninguna conmoción social. De hecho, los toros solo se celebraban en aquellos sitios donde la administración había dado permisos en razón de una costumbre tradicional documentada, mientras que en el resto del país simplemente no se celebraba. El follón producido por la Guerra de la Independencia pocos años después tampoco no ayudó a dar vidilla a las corridas, debido a que bastante faena tenían los españoles en su día a día en medio de una confrontación militar como para dedicar esfuerzos a unos espectáculos que, además, estaban prohibidos.
No fue hasta 1814, con la vuelta de Fernando VII al poder y, con él, del absolutismo más rancio y casposo ( ver ¡Muera la libertad!... y no era una broma ) que, en su afán de deshacer el camino de obertura de la Constitución de Cádiz de 1812 y de volver al statu quo anterior, derogó las leyes antitaurinas promulgadas por su padre y abuelo. No obstante, también le vio la utilidad populista.
Los toros, por aquel entonces, a diferencia de los de hoy en día, eran auténticos baños de sangre, en los que no sólo caían los toros, sino que los caballos de los picadores, sin ningún tipo de protección, eran corneados con total alegría.
Este espectáculo, más cercano a las luchas de los circos romanos que a otra cosa, no eran muy del agrado de la élite ilustrada, por lo que la prohibición se veía como algo positivo. Sin embargo, los toros eran de los pocos espectáculos de masas que había en aquel momento, por lo que atraía la atención de la gente como si fueran moscas.
Fernando VII, en su intención de atraerse el cariño del pueblo tras su vuelta y, de paso, distraer la atención sobre los problemas y restar apoyos a los liberales (el conocido " pan y circo" de los romanos), derogó las prohibiciones que caían sobre las fiestas taurinas que implicaban la muerte del toro o del novillo. De esta forma, los españoles eran libres de organizar libremente tantas corridas como quisieran. O lo que es lo mismo: más corridas, más entretenimiento y menos problemas para el gobierno.
Las corridas, de esta forma, se empezaron a extender, pero de una forma muy limitada, habida cuenta que la prohibición había hecho bajar la profesionalidad de los toreros y, por tanto, la calidad del toreo y del espectáculo en general. Ello se tradujo en una gran cantidad de percances con los diestros, los cuales llegaban a morir en las corridas por simple falta de conocimientos en el arte que, supuestamente, dominaban.
Ante esta situación de decadencia, la necesidad de crear una escuela donde se enseñaran los principios básicos del toreo se hacía imprescindible. Y más, si se pretendía una mejora del espectáculo que permitiera su mantenimiento como distracción social y, por ende, su uso como bálsamo calmante de la ominosa década que Fernando VII estaba endilgando a la España del primer tercio del siglo XIX.
Así las cosas, el 28 de mayo de 1830, entraba en vigor un Real Decreto por el cual se creaba el Real Colegio de Tauromaquia de Sevilla, primera institución oficial dedicada al mantenimiento y promoción del arte del toreo en España. Institución que, hospedando una decena de alumnos y auspiciada por el Conde de la Estrella, contó entre sus primeros profesores con el afamado torero Pedro Romero el cual tenía 76 años entonces. No obstante, en poco tiempo se vio que la medida no estaba errada. Y es que a Fernando VII se le estaban poniendo extremadamente mal las cosas.
El 26 de julio de ese mismo año, Francia se levantaba en armas contra Carlos X debido a su pretensión de implantar una serie de leyes encaminadas a recortar la libertad de prensa. Recortes que hemos de ver encuadrados en el intento de seguir el camino del cangrejo que su pariente borbónico Fernando VII estaba llevando a cabo en España.
La revolución, con el apoyo de los estudiantes universitarios franceses y la intelectualidad relacionada con ellos, derrocó al Borbón francés y provocó una oleada de liberalismo por toda Europa -Francia, Bélgica, Portugal, Italia, Polonia...- dejando aislada a la corona española. Fernando VII, por mucho que gastara un trabuco del quince ( ver Fernando VII, el Borbón que competía con el negro del Whatsapp ) realmente los tenia por corbata.
Conociendo que la élite intelectual española en el exilio estaba tomando posiciones en Francia para pasar a España, el rey, de la mano de su impopular ministro de Gracia y Justicia, Francisco Tadeo Calomarde, ordena suspender las clases en las universidades españolas. Decreto que tiene la finalidad de dificultar en lo posible la conspiración contra su persona, ya que sabía que el entorno universitario estaba moviéndose en contra de sus reales posaderas. De esta forma, poniendo las barbas a remojar en vistas de que sus vecinos las tienen ardiendo, el 12 de octubre de 1830, decreta el cierre de todas las Universidades, suspendiendo las clases durante casi 3 años (dos cursos, vaya).
De esta forma, Fernando VII, por un lado promocionaba el " panem et circenses" de las corridas de toros como forma de mantener a las masas más o menos entretenidas y, por otra, suspendía las enseñanzas superiores, habida cuenta que su principal amenaza no venía del ignorante pueblo bajo, sino, justamente, de las élites ilustradas las cuales eran conocedoras de los aires libertarios que soplaban cual huracán en el resto del continente.
En conclusión, que posiblemente no hubiera una intención real de que la enseñanza de la tauromaquia supliera a la educación universitaria, a pesar del miedo profundo al colectivo más culturizado del país. Sin embargo, lo que no se puede negar es que Fernando VII vio en los toros una forma de hacer populismo, a la vez que evitaba que los españolitos tuvieran la mente en otras cosas.
Una forma de manipulación de la sociedad por lo bajini que, con la excusa de la tradición y los "valores patrios", se ha mantenido por los gobiernos posteriores de forma constante hasta la actualidad pese a que, hoy en día, el papel de los toros de antaño ya lo ejercen el fútbol, las carreras de coches, los videojuegos y la telebasura.